No se cansan los fantasmas de los muertos del dos de octubre. No se fatiga el espectro de Regina, la joven edecán asesinada en la Plaza de Tlaltelolco. No se desalienta la memoria de los vivos. Han pasado treinta años de aquella matanza y la herida no cicatriza. El tiempo no desvanece el clamor para que se haga justicia.
El pasado se ha convertido en presente. El ayer es pastura para la dignidad del hoy. La indignación es contrapeso a la impunidad. Los hechos de hace 30 años son material de primera plana de la prensa escrita. En la hora nacional del escándalo que tapa a otro escándalo, el interés por esclarecer las responsabilidades de la matanza anuncia que la amnistía anticipada que se han dado a sí mismos los poderosos no les garantiza nada hacia el futuro.
La publicación Parte de Guerra. Tlatelolco 1968, muestra que en el México de 1968 se libró una guerra. Acostumbrado a escucharse sólo a sí mismo, el Poder fue incapaz de comprender que detrás del reclamo estudiantil había un grupo de mexicanos con demandas legítimas. Ni siquiera se dignó a tratarlos como delincuentes. Optó por considerarlos subversivos. Y a los conspiradores no se les escucha, se les aniquila; con ellos no se negocia, se les hace la guerra. Es el fuego devorando al agua, el agua apagando al fuego.
En la visión paranoica de la lucha social que dominó las reflexiones y respuestas de la cúspide de la pirámide del poder confluyeron diversos factores. Entre ellos se encuentran: la doctrina del anticomunismo y el espíritu de la guerra fría que, como lo evidencia Carlos Monsiváis en el libro, habían calado hondo en la sociedad mexicana. La rigidez autoritaria ante toda demanda generada desde un actor no corporativo. La convocatoria a la guerra como vía segura para recuperar la unidad nacional a toda costa. El miedo provinciano a mostrar un país en conflicto. La violencia como herramienta al servicio de la razón de Estado o del principio de autoridad.
En el México de 1968 los Estados Unidos habían ganado la guerra fría. No había espacio para la protesta social. El movimiento sindical fue controlado y subordinado a la ORIT. Ferrocarrileros, petroleros y maestros rebeldes fueron sometidos por la fuerza pública, y sus dirigentes convertidos en presos políticos.
El Partido Comunista sobrevivía en la semiclandestinidad. Disidencias campesinas herederas del zapatismo, como la encabezada por Rubén Jaramillo, fueron aplastadas por soldados de línea vestidos de campesinos. El Movimiento de Liberación Nacional, que agrupó al cardenismo y sectores democráticos, fue derrotado. Luchas cívicas anticaciquiles como la encabezada por la Alianza Cívica Guerrerense fueron salvajemente reprimidas.
A los estudiantes movilizados en la capital de la República se les recetó la misma medicina prescrita previamente a otros grupos sociales. La diferencia en el efecto que tuvo en unos y en otros estuvo, sin embargo, tanto en la amplitud y profundidad de la represión como en que la masacre de Tlatelolco se realizó en un país globalizado por las Olimpiadas y no en un rincón apartado del territorio nacional. El gran Tlatoani no pudo ya lavar la sangre que regó la plaza.
El México de 1968 no es el México de 1999. Las diferencias entre los dos países son muchas. Sin embargo, los vasos comunicantes que unen a las luchas estudiantiles de ayer y de hoy son mayores de lo que los detractores de la actual protesta quieren aceptar. Entonces como ahora el poder se obstina en no reconocer a los verdaderos interlocutores del movimiento, ve en la protesta una conspiración (que otra cosa es, sino, calificarlo de una amenaza a la seguridad nacional), busca utilizar las redes sociales y los prejuicios que el anticomunismo han creado para desacreditarlo, califica a los estudiantes como privilegiados, utiliza a los medios informativos para difundir una imagen grotesca y deformada del problema.
Hay, empero, una cosa en la que existe entre ambos movimientos una distancia significativa: el uso de la violencia como vía de solución al conflicto. Si en 1968 su ejercicio era de obvia resolución, en 1999 su utilización es inviable y acarrearía un grave costo político.
La tentación de dar un golpe de mano contra los huelguistas, acariciada por sectores de la burocracia universitaria y de los grupos de interés, choca con la evidencia de la inutilidad de la medida.
La acción de los incansables fantasmas y de la memoria de los vivos constituye ya una de las más caras herencias del movimiento: la forja de contrapesos reales al uso de la represión para "terminar" con las manifestaciones de malestar social.