Ugo Pipitone
Una fotografía

En realidad son dos, y valen más que un río de palabras. En la primera está un hombre, vivo, que se aleja de un grupo de manifestantes (cuyas razones no sabemos) después de pedirles que dejaran de lanzar objetos contra un edificio en el cual, tal vez, vivía o trabajaba. En la foto, detrás del hombre, aún vivo, se ve al asesino enmascarado que se le acerca por las espaldas con un largo garrote listo para ser descargado sobre la cabeza de la víctima. En la segunda foto, el hombre está caído al suelo, con la boca abierta en un grito desesperado; al pie de la foto, se nos informa que, después del primer garrotazo, el hombre fue golpeado y acuchillado. José Evelio Carmona, así se llamaba, zapatero de 37 años, está muriendo, y gritando, a los pies de cuatro soldados que miran calmadamente frente a sí como si nada, como si el asunto no les concerniera. Dos personas, un hombre y una mujer --la foto no permite entender si se trata de dos curiosos o de miembros de la turba de asesinos-- observan, sin especial emoción reflejada en los rostros, al individuo que se está muriendo. América Latina, fin de siglo XX. Ahí está todo, o casi.

Si quisiéramos entrar en detalles, podríamos añadir, Colombia, jueves, 24 de junio de 1999. Pero, estos son detalles irrelevantes, salvo para el muerto, sus hijos, sus amigos y sus padres. Para nosotros, cualquier país y cualquier fecha, en este siglo y en este continente, dan lo mismo; esas fotografías tienen aire familiar. Un horror acostumbrado en sus tres componentes usuales: un asesino (que puede ser un ratero, un traficante de influencias o una sanguijuela que oculta sus robos bajo mares de retórica barata), una sociedad casi siempre indiferente y un Estado que a veces está coludido con el asesino y otras veces, como en estas fotos, simplemente mira a otro lado para no verse obligado a hacer su deber. Ahí está, mucho me temo, el juego de las tres cartas que protagonizan algo así como 400 millones de seres humanos por estos rumbos.

ƑPero qué tiene esto que ver con la sección económica de La Jornada? No estoy seguro de saber la respuesta, pero sí sé que cuando no se castiga a los violadores de la ley, es más, cuando el Estado, en lugar que tutelar la ley, la viola, por comisión o por omisión, ninguna forma social civilizada es realmente posible. Sobre un tejido de disimulos institucionales puede surgir una cultura borbónica de legalidad formalista con florilegio de solemnidades e hipocresías, pero nada que pueda parecerse a un Estado moderno. Si el Estado no hace su deber Ƒqué razones hay para suponer que alguien sienta la necesidad, para no decir la obligación, de hacerlo? Y en un contexto así Ƒes posible imaginar una cualquier economía capaz de satisfacer las necesidades más elementales de una población? Tal vez los economistas tengan dificultades para entenderlo, pero el primer paso hacia el desarrollo está más en la calidad de la convivencia civil (o sea, en las instituciones) que en la economía.

Un Estado que no cumple con sus obligaciones envía a cualquier sociedad un mensaje ruinoso: en el camino a la riqueza, la violación de la ley puede resultar tanto a más eficaz que el trabajo y la honradez. Ya sé que esto puede sonar insoportablemente moralista y vagamente weberiano. Pero cuando uno ve una fotografía que ilustra un asesinato frente a los hombres de la ley (en este caso, colombianos) que ni se inmutan, resulta difícil suponer que el subdesarrollo latinoamericano sea producto de subsidios, estrategias equivocadas de industrialización, políticas arancelarias, o cualquier otra clase de política económica. ƑPuede cualquier política económica resultar eficaz en un contexto de estructuras institucionales de esta calidad? Y recordemos lo obvio, para evitar escapatorias demasiado fáciles: el Estado colombiano no será lo mejor, pero seguramente no es lo peor por estos rumbos. Es sólo un Estado construido sobre una aristocracia agraria que con el tiempo diferenció sus intereses, sobre una nomenclatura política hecha de dos partidos sin proyecto acostumbrados por décadas a compartir el poder y sobre un narcotráfico que ahora corroe la médula de un esqueleto quebradizo. En otros casos, a resultados similares se llegó por caminos distintos.

De ahí que podrá privatizarse eso o aquello, podrán realizarse cumbres latinoamericanas con Europa, Oceanía o el Padreterno, podrán descubrirse gigantescos yacimientos de petróleo o podrán dispararse a las nubes los precios de las materias primas que exportamos, y nada servirá de nada, hasta cuando no tengamos Estados que no sean motivo de vergüenza colectiva.