El contenido de los documentos de M. García Barragán sobre los sucesos del 68 (Parte de guerra) ponen a la sociedad, y al gobierno, en múltiples y delicados predicamentos. Y lo hacen, porque ya no se puede voltear la vista para deslavar las piezas que, con gran esfuerzo y valentías a veces menospreciadas, van ensamblando la imagen de un crimen de Estado. Ya no se puede tolerar que funcionarios, jueces, burócratas, investigadores o militares traten de sepultar la memoria de lo ocurrido en Tlatelolco bajo legajos ilegibles, aunque sí audibles, de ramplonas tonterías. Tampoco se podrá ahora disfrazar la vergüenza nacional por la masacre provocada y menos aún por la fingida (o real) indiferencia de tantos otros mostrada durante 30 años ante los reclamos.
Encaminar la crítica al arraigado y oneroso sistema de complicidades hacia la fuga cínica como es inveterada costumbre de la subcultura oficialista, no debe, ni puede ya, ser conducta permisible. Menos aún se podrá reincidir en la negación o la mentira tajantes a la que tantas veces han recurrido prominentes actores de la vida económica y los partidos políticos para justificar sus errores y hasta sus francos delitos. Mentiras en las que tantas veces ha incurrido el personal del gobierno y sus instituciones fundamentales: la presidencia, diputados, senadores o el Ejército entre ellas.
Sin embargo, el correlato de este fariseísmo, manipulación de la rendición de cuentas, rampante impunidad o pésimos resultados de gestión, tiene que ver con la práctica de una actitud ciudadana debilitada por la apatía ante la ilegalidad. También por los laxos códigos de ética ante conductas públicas que tendrían que ser castigadas por la autoridad o denostadas por la sociedad con base en principios básicos de convivencia y respeto.
De retorcida manera, lo peor que puede esperar a los mexicanos, en estos precisos momentos, será una respuesta de baja intensidad acompañada de una timorata indignación que se vaya con el soplo de un simple escándalo editorial o de medios. Al fin que esto es materia del pasado, de los alborotadores, los ultras y tremendistas de siempre, como algunos no dudarán de catalogar a cualquiera que reaccione ante las tardías revelaciones del ex secretario de la Defensa.
En México ya prescribió, según una interpretación legalista, el delito de genocidio que puede atribuirse, con testimonios de primer orden, al gobierno de G. Díaz Ordaz. Y con él a todos aquellos que, por sus funciones y accionar, tuvieron responsabilidades directas en la matanza ocurrida a plena luz de la tarde del 2 de Octubre. Ese presidente, tan mal recordado por su autoritario talante, ocupará el sitial que la historia le tiene reservado y ninguna ceremonia luctuosa podrá lavar sus desatinos. La misma posibilidad de nombrar representante oficial (u oficioso) a los recordatorios anuales será vista como un agravio al dolor colectivo. Pero hay varios otros actores que salen salpicados y pueden ser sujetos de persecución por parte de la justicia. El retirado militar L. Gutiérrez Oropeza es uno de ellos, pero también aquéllos que fueron comisionados para jalar del gatillo frente a la muchedumbre y que por ahí andarán. O los que de ello fueron enterados, colaboraron de variadas formas o protegieron, informaron y hasta premiaron a los asesinos. El genocidio es un horrendo delito que no debe prescribir. Y no debe hacerlo aunque México se haya rehusado a firmar el protocolo que así lo define ante la justicia internacional.
Ya es hora de que el poder establecido reconozca sus delitos y errores. La nación, cuando menos, espera las disculpas como un primer recurso de contrición que empiece a vacunar contra el encubrimiento y las complicidades. Bien se podría empezar por legislar para que se impida el que el Ejército pueda seguir siendo una corporación con fueros incompatibles con una república moderna, habitada por individuos libres y responsables. Los archivos oficiales deben ser puestos a disposición de los ciudadanos y de la justicia para que se termine con la impunidad como un generalizado delito que campea en México. Acercarse a la verdad a través de confesiones empujadas por remordimientos personales o por presumibles compromisos con la historia, no es suficiente. Sobre todo cuando se trata de esclarecer hechos violatorios de los derechos humanos más elementales, como los narrados en los documentos de marras. Lo mejor hubiera sido ver a García Barragán obligado por la ley a testificar lo que sucedió. O denunciando, aunque fuera pesar de él mismo, lo que supo cuando Díaz Ordaz vivía y los demás participantes no pudieran esquivar el flechazo directo a su criminal actuación. Pero lo que ahora se tiene (Parte de guerra) basta para encender una protesta encolerizada por los asesinatos ordenados, por lo pronto y cuando menos, por un general al que las autoridades no han querido investigar, llevar a juicio y castigar con el rigor debido. De esta manera se ayudaría a desalentar esa mentalidad conspirativa que, en su versión extrema, desencadena los Tlatelolcos de siempre.