Recientemente el gobierno federal reconoció su fracaso en el segundo intento de privatización de la petroquímica, anunciando que dejaba para otra administración federal retomar el asunto. La privatización de la petroquímica fracasó por varios motivos. El principal fue que, con justificadas razones, amplios sectores de la sociedad se opusieron a la medida. Además, por las prisas con que se llevó el proceso, se cometieron graves errores de procedimiento que abiertamente violentaban el marco jurídico; se pretendió vender, una por una, plantas que formaban parte de un todo perfectamente integrado, lo que significó un problema técnico que no pudieron resolver; se buscó entregar una parte del pastel (49 por ciento de cada complejo petroquímico) a una sola corporación privada dejando fuera a pequeños y medianos industriales, pero el esquema fue rechazado por éstos y por quienes querían todo el pastel para sí.
Aparentemente, el gobierno federal se niega a aprender de sus propios errores. Si ya reconoció que fracasó en su intento por privatizar la petroquímica básica, ¿por qué insiste en seguir el mismo camino para privatizar la industria eléctrica, aun cuando enfrenta prácticamente los mismos obstáculos?
La razón de fondo que explica las prisas oficiales por privatizar la industria eléctrica es porque así lo exige el Banco Mundial, como quedó demostrado en el documento secreto de cuya existencia y contenido nos enteró La Jornada el pasado fin de semana, y que se mantuvo en secreto a solicitud de los representantes mexicanos. Para el gobierno federal lo demás no cuenta. No importa que la Cámara de Diputados anuncie que le tomará al menos hasta finales de 1999 analizar con seriedad la propuesta de reformas constitucionales que les envió Ernesto Zedillo; no importa que analistas y académicos de indiscutible prestigio aporten sólidos elementos que echan por tierra las justificaciones en las que se pretende sustentar la propuesta oficial de privatización eléctrica; no importa que la sociedad insista en realizar un debate serio y sin prisas.
En estas mismas páginas (La Jornada, 20 de mayo de 1999) afirmé que, por fin, una dependencia del Ejecutivo federal, el Banco de México, reconocía que se gobierna para unos cuantos poderosos, de dentro y de fuera. Hoy debo aceptar que estaba equivocado. El problema no es que tengamos malos gobernantes, sino buenos mandaderos al servicio de intereses extranjeros, concretamente del Banco Mundial, organismo que en los hechos se ha convertido en la máxima autoridad en materia de política económica en México, particularmente en lo tocante a privatización de sectores estratégicos. Esto ya lo sabíamos. La novedad es que ahora existen pruebas irrefutables que nadie puede negar.
En relación a la Constitución, el Presidente de la República está para guardarla, no para cambiarla; mucho menos para permitir que un agente extranjero se coloque por encima de ella. Ernesto Zedillo debiera recordar que al tomar posesión de la Presidencia se comprometió a obedecer lo que dispone la Constitución, no lo que le dicte directa o indirectamente un gobierno extranjero.
Los que nos representan ante el mundo debieran recordar también que, conforme a lo dispuesto por el Código Penal vigente para toda la República en materia federal, comete el delito de traición a la patria el mexicano que ``realice actos contra la independencia, soberanía o integridad de la Nación Mexicana con la finalidad de someterla a (un) gobierno extranjero'', y que la Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos señala que incurre en responsabilidad política (es decir, se es sujeto de juicio político) el servidor público que cometa ``cualquier infracción a la Constitución (que) cause perjuicios graves a la Federación (o) a la sociedad''.