Actor mediano, director muy ocasional, Warren Beatty ha suscitado más admiración por su legendaria capacidad de ligue que por su desempeño cinematográfico. Su cuarto largometraje, Bulworth, no cambia mucho esa percepción.
Estrenada con un año de retraso (y como relleno de emergencia antes de la avasalladora invasión de George Lucas), la cinta se une a la racha reciente de sátiras sobre la política estadunidense, ejemplificada por El escándalo (Primary Colors), de Mike Nichols, y Escándalo en la Casa Blanca (Wag the Dog), de Barry Levinson (la imaginación no es el fuerte de los traductores de títulos). En su primer acto, las aspiraciones críticas de Beatty parecen ir más allá de los chistes irreverentes sobre la promiscuidad clintoniana. Fiel a su costumbre, él mismo interpreta a Jay Bulworth, un senador californiano que entra en una crisis existencial, mientras ve una serie de cortos publicitarios de su campaña electoral, en los que aparece como un monigote repetidor de lemas huecos.
Esa crisis lo lleva a hablar con brutal honestidad en sus siguientes encuentros con diferentes grupos californianos: le asegura a una congregación negra que los políticos blancos nunca velarán por sus intereses, y regaña a una reunión de productores hollywoodenses --judíos, en su mayoría-- por producir basura. Obviamente, Beatty se ha inspirado en Poder que mata (Network, 1976), al hacer de su protagonista una especie de loco/sabio iluminado, que provoca un revuelo en los medios con sus afirmaciones de innegable verdad, pero nula corrección política. Y, por unos instantes, uno tiene la impresión que el actor-productor-guionista-director ha puesto su ideología liberal al servicio de una película urgente.
Las cosas toman un giro aún más arriesgado cuando el senador entra a un club exclusivo de negros, y adopta el rap como medio de expresión. Desde hace rato, el rostro envejecido de Beatty lleva la expresión permanente de alguien que se acaba de despertar. Verlo interpretando el rap más blanco del mundo levanta una duda. ¿Se está burlando de las ganas de parecer joven de su personaje, o de sí mismo?
Lo grave, según se revela, es que no hay intención de burla. El conocido narcisismo del cineasta se ha hecho cargo de la situación, y Bulworth empieza a divagar por el espinoso camino de la autocomplacencia. Para escapar de los matones a sueldo que él mismo contrató durante su crisis suicida, el político encuentra refugio con los familiares de Nina (Halle Berry), la bella negra que lo acompaña con motivos ocultos, desde su actuación en el club. Ahí, en el ghetto, el hombre adopta el disfraz de un cantante de hip hop, y descubre la validez de la forma de vida afroamericana.
En ese momento, la sátira desaparece y con ella los acertados apuntes sobre la política moderna. Bulworth deja de ser el incómodo señalador de verdades para volverse el ejemplo a seguir, el blanco que ha sabido ser negro, porque es más legítimo en términos culturales. Eso no sólo es condescendiente, sino demagógico, aunque de signo contrario. Finalmente, Beatty es culpable de la misma postura que criticaba al inicio de su película. (La falta de modestia se evidencia también en la elección de sus colaboradores. Vittorio Storaro, Ennio Morricone y Milena Canonero están asociados con el cine europeo de prestigio, pero su aportación aquí está fuera de lugar.)
Sin embargo, las sátiras políticas hechas en Hollywood, aguadas o no, son elogiables por el sólo hecho de existir. Al menos son testimonios de una sana actitud crítica frente a sus gobernantes. Nuestra cinematografía, en cambio, nunca ha podido ejercerla. Por decir algo, el PRI nunca ha aparecido oficialmente en cinta mexicana alguna, y la figura presidencial permanece intocable. Eso sí es un escándalo.
Bulworth:
D: Warren Beatty/ G: Warren Beatty, Jeremy Pikser, sobre un argumento de Beatty/ F. en C: Vittorio Storaro/ M: Ennio Morricone; canciones varias/ Ed: Robert C. Jones, Billy Weber/ I: Warren Beatty, Halle Berry, Don Cheadle, Oliver Platt, Paul Sorvino/ P: Warren Beatty para 20th Century Fox. EU, 1998.