¿Cómo puede explicarse el decep- cionante desempeño económico de México después de casi dos décadas de políticas de estabilización y reformas estructurales? ¿Cómo explicar, después de tantos cambios y tanto ajustes, que la economía siga siendo tan frágil y la confianza de los agentes tan volátil, al punto que las autoridades deben inventar galimatías como el llamado blindaje anunciado la semana pasada? Quince años atrás -cuando el actual grupo gobernante inició su tortuoso ascenso al poder- era relativamente fácil encontrar explicaciones sobre la mala marcha de la economía. El país estaba sumido en la crisis de la deuda externa, la afluencia de recursos financieros del exterior se había interrumpido, se hacían fuertes transferencias de capital y el gas-to interno había observado una drástica caída. Esta situación era resultado de la incompetencia de los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo para enfrentar la crisis terminal de la economía posrevolucionaria.
Aunque algunos de los arquitectos de la política económica en curso opinan lo contrario, la situación actual ya no puede ser entendida en aquellos términos. No es política ni intelectualmente honesto seguir cargando en la cuenta histórica de aquellos gobiernos la responsabilidad del deficiente desempeño económico del presente. La reforma económica iniciada en la administración de Miguel de la Madrid, profundizada por la de Carlos Salinas de Gortari y continuada por la de Ernesto Zedillo produjo muy pobres resultados. Su eficacia -que no necesariamente su pertinencia- hoy es crecientemente cuestionada por varios sectores de la sociedad. La esencia de la discusión es si las reformas emprendidas fueron las correctas y si son suficientes para asegurar el crecimiento y la estabilidad o si, para lograr estos objetivos, es necesario adoptar otro tipo de estrategias.
Más que la reforma económica en sí misma, lo que se discute es la estrategia de implantación y el horizonte político e institucional en que fue ejecutada. En otras palabras: una vez admitidos los costos y los ajustes que toda transición produce inevitablemente, los resultados insatisfactorios de la reforma económica parecen originarse no en la naturaleza de la propia reforma, sino en su carácter trunco o incompleto desde el punto de vista institucional. Y si la reforma ha sido insuficiente se debe, en una medida importante, a que el proceso de decisión, diseño y ejecución de la política económica -y en general, de la política pública- permaneció esencialmente inalterado.
Las reglas del juego cambiaron radicalmente en la economía, pero no se modificaron con la misma amplitud ni con la misma velocidad en el dominio político e institucional en el que operan los mercados. La liberalización y la apertura económicas no se acompañaron de una reducción equivalente de los costos de transacción ni de una oferta mayor y más transparente de información ni de un fortalecimiento del marco jurídico y regulatorio. Este hecho propició que a los defectos e ``imperfecciones'' del mercado se añadieran los defectos o ``imperfecciones'' de la política y del viejo orden institucional, que en México, como sabemos, no eran y no son escasos ni de poca monta. La transferencia de poder de decisión e iniciativa hacia los agentes económicos privados que suponía la reforma no se operó total ni libremente. Ese poder fue acaparado en gran medida por los propios promotores de la reforma, que siguieron conservando un margen excepcional de decisión y discrecionalidad. La eficiencia exigida a los agentes privados por las nuevas circunstancias de la competencia no tuvo como contrapartida la disciplina y el rigor que los mercados más libres también exigen a las autoridades.
Los resultados económicos de las últimas tres administraciones se vinculan estrechamente con una forma particular de gestión gubernamental: la que consiste en imponer a todo trance un programa de reformas cuyo contenido, alcance y ritmos de ejecución son determinados por reducidos grupos de especialistas. Los diagnósticos y decisiones de estos equipos se han convertido con sorprendente facilidad en políticas públicas que portan como único aval la ``sapiencia económica'' -real o supuesta- de sus autores. Sus propuestas son consideradas como la única opción técnicamente solvente y a la vez socialmente válida. Para imponerlas, el grupo gobernante utilizó e hizo valer a su favor los modos y costumbres más tradicionales -es decir, los menos modernos, los más arcaicos- del viejo sistema político. En este modo de gestión gubernamental la política económica es concebida como un coto exclusivo, único, incompartible, de los llamados tecnócratas, y su ejecución como un acto que no está sujeto a discusión y ante cuyos efectos inmediatos los ciudadanos somos pasivos espectadores. Las grandes expectativas de progreso y bienestar que suscitó la reforma sufrieron un fuerte vuelco, pero también alimentaron un reclamo generalizado de regeneración y reforma de las instituciones que se extiende al campo de las decisiones económicas. Estas decisiones no sólo deben ser sujeto de escrutinio público, sino apegarse a un riguroso proceso institucional de aprobación y ejecución.