El rector de la Universidad Nacional ha movido la controversia universitaria desde el tema de las cuotas y la reforma institucional hasta el asunto del diálogo. En realidad, el rector no ha impulsado una negociación con los estudiantes, sino que ha asumido decisiones unilaterales con la idea de que éstas serían suficientes para acabar con la huelga.
En un principio, el rector creyó que recabando firmas podría detener la huelga. Después -y hasta ahora-, hizo la guerra publicitaria contra los huelguistas, acusándolos de violentos. A continuación, instaló las clases extramuros en las que no era posible seguir los cursos normales. Cuando se apreció que la huelga no entraría en estado catatónico, procedió a reformar el reglamento de pagos para darle a las colegiaturas un carácter voluntario, pero sin derogar otras cuotas que, en algunas facultades, son mucho mayores que las de inscripción.
El tema de la reforma institucional no ha sido siquiera tocado en las alocuciones rectorales, por lo que -se entiende- el rector considera que no es necesario entrar a un proceso de revisión de los mecanismos de toma de decisiones en la UNAM, como lo están pidiendo los estudiantes y algunos académicos.
Ahora, el rector pasa al terreno del ultimátum. Considera que el diálogo, el cual jamás aceptó, podría darse sin huelga y a puerta cerrada. Los huelguistas tienen un plazo hasta el 7 de julio para admitir las condiciones del ``jefe nato de la Universidad'', para usar la desafortunada frase de la Ley Orgánica vigente desde 1945.
Se requiere desconocer la historia de la Universidad y su realidad para suponer que un movimiento de estudiantes aceptará entrar en negociaciones en lo ``oscurito''. Se requiere también el campeonato de la ignorancia supina para creer que los estudiantes en huelga van a aceptar un plazo fatal impuesto por las autoridades para levantar su propio movimiento.
Pero lo grave no es la actitud del rector, sino lo que ésta podría estar reflejando. Si Francisco Barnés tiene ya la promesa del Presidente de romper la huelga mediante el uso de la fuerza y el consecuente encarcelamiento de los huelguistas acusados del delito de despojo, entonces las cosas están en un punto crítico.
Si el procurador general de la República actúa con el apoyo de la policía y, eventualmente, del Ejército, y logra romper la huelga, las cosas podrían complicarse notablemente, pues sólo la presencia de la fuerza pública en las escuelas podría garantizar la reanudación de las clases en una universidad ocupada. Si se logra romper la huelga, cuando se retiren las fuerzas del orden, nadie podrá asegurar que el paro no se instale nuevamente, en especial con estudiantes en la cárcel.
El rector ha demostrado contar con un respaldo muy débil. Las dos acciones de masas que ha encabezado fueron raquíticas si se toma en cuenta la dimensión de la Universidad. La manifestación de la explanada de la Rectoría estuvo llena de funcionarios y algunos maestros, pero en Santo Domingo ya casi no había de estos últimos sino sólo de los primeros.
La huelga tiene que terminar cuanto antes; la Universidad no debe permanecer más tiempo paralizada. Pero la forma de lograrlo no puede ser cualquiera. Si se ofende una vez más a la comunidad universitaria llevando las armas a las aulas, no sólo perdurará el agravio sino que nadie garantiza -y mucho menos el rector- que no se profundice la crisis. No es previsible que importantes sectores académicos respalden el rompimiento violento de la huelga, mucho menos cuando las autoridades no se han sentado una sola vez a conversar con los estudiantes. Además, es dudoso que la sola burocracia universitaria -tan costosa y tan poco eficiente- logre mantener las clases sin el apoyo presidencial, es decir, de la fuerza pública.
Es difícil que las autoridades pudieran llegar a un acuerdo con los huelguistas sin pactar la realización de un evento para resolver las reformas institucionales que la UNAM requiere. La Ley Orgánica de la UNAM no ha sido reformada en una sola coma desde que fue promulgada hace casi 55 años. A partir de 1980, esa ley quedó al margen de la Constitución, pues ésta le otorga a las universidades autónomas la capacidad de gobernarse a sí mismas y, por tanto, determinar sus propias bases orgánicas, ya que ésta es, justamente, una de las funciones de gobierno. La ley universitaria no debería ser orgánica, es decir, el Congreso de la Unión no es quien debe definir las bases del gobierno universitario, sino solamente conceder la autonomía. Tendrían que ser los universitarios quienes expidieran su estatuto orgánico, de conformidad con los principios constitucionales.
Cuando una autoridad lanza un ultimátum se entiende que piensa usar la fuerza si no se rinde el adversario. Qué lástima que en la Universidad de México volvamos a presenciar este espectáculo tan grotesco como repudiable. Es el lenguaje de Díaz Ordaz en la época en que Ernesto Zedillo y Francisco Barnés eran estudiantes. Es promesa de violencia.