Horacio Labastida
Joaquín Díez-Canedo

Nada es más alegre que mirar cómo las virtudes humanas relucen e infiltran serenidad cuando las más terribles y negras tormentas agitan el alma de multitudes orilladas a peligrosas y abismales incertidumbres. Hoy México y el mundo se conmueven día a día al descubrirse en medio de escenarios envilecedores de las nobles instancias valorativas de la sociedad. El eminente Wenceslao Roces nos entregó en español El asalto a la razón de Gyšrgy Lukács, obra que exhibe a las enormes fuerzas destructivas del caos, desatadas por la locura que gobierna al mundo cuando éste escapa a los fueros de una razón no ensimismada en su puro razonar, sino radicalmente comprometida con el bien de todos, en el sentido de considerar bueno lo que para el pueblo es positivo y creador. El gran problema que el filósofo húngaro plantea en el mencionado ensayo es el problema inscrito en el poder público cuando éste se desvincula de la verdad y de la ética, o sea de la razón y del bien común.

¿Acaso no es espantosamente mutilante de los ideales humanos el frenar una acción genocida con un genocidio mayor, según el ejemplo que Clinton-OTAN nos dieron al bombardear indiscriminadamente a los pueblos serbios?, ¿las ruinas que hoy lucen en Belgrado y Pristina no tienen los mismos mensajes de duelo y desesperanza que nos vienen desde la Guernica bombardeada por la mano negra germana?, y ¿no se estremece el alma del mismo modo hoy que ayer, al rememorar las brutales agresiones que sufrieron los vietnamitas por parte de las aeronaves imperiales de Francia y Washington? Y ante el propio espejo, ¿no aparecen aquí y allá, lo mismo en Chiapas, en Aguas Blancas que en Lomas Taurinas o en el Distrito Federal, no aparecen decíamos, los ataques fieros de una sinrazón preeminente y coronada de victorias sangrientas?

Sólo hay una forma de eludir el golpe mortal de las desdichas en el momento en que parecen asfixiarnos inexorablemente. Al lado del Edipo enceguecido y horrorizado por el destino incestuoso que lo llevó al himeneo con Yocasta, se encuentra un ser noble, generoso, dispuesto a asistirlo en su dolor hasta la muerte que lo acogió en el Atica. ¿No es en esta situación, Antígona, la hija de Edipo Rey, el personaje que ante el destino irremediable recobra al hombre en su libertad por la vida del amor? Volvamos a las iniciales reflexiones. Una luz que brilla en las tinieblas nocturnas nos anuncia que los velos de la noche no envuelven definitivamente a quienes están junto a la vida y muy lejos de la muerte. El secreto de este milagro lo encarnan los que supieron conjuntar la alegría con una percepción sabia de las cosas.

En grata reunión fuimos presentados por un amigo mutuo, Pepe Iturriaga, gran amante de la bellísima ciudad de México; yo era en esos años director de Difusión Cultural en la UNAM, y había decidido darle nueva existencia a la Revista Universidad de México. Consideré el asunto con Agustín Yáñez y Nabor Carrillo, los coordinadores de Humanidades y Ciencias en aquella época, y también con el maestro Vázquez, director de la OFUNAM que a mi sugerencia inauguró los grandes conciertos sinfónicos dominicales, en Chapultepec, ocupando la gran terraza del célebre castillo. Sabiendo de la riqueza espiritual de Joaquín, de inmediato le hablé de la Revista; para entonces Miguel Prieto se ocupaba del nuevo diseño artístico del texto universitario; y a mi solicitud de consejo, Díez-Canedo respondió con palabras que aún conservo en mi memoria: ``Horacio, haz que la Revista recoja lo que hay de universal en la cultura mexicana y tendrás sin duda gran éxito en tus intenciones renovadoras''. El consejo fue bien recibido por el rector Luis Garrido y por otro distinguido amigo mío, Alfonso Caso, quien en su papel de fundador y director del Instituto Nacional Indigenista aportaría a la Revista excelentes colaboraciones de científicos enamorados de la patria. Los resultados fueron inmediatos. La Revista, que excepcionalmente se vendía entre los alumnos, fue comprada por éstos en la librería de la universidad y otros expendios; recuerdo que Paco Giner de los Ríos, gerente de la librería, me felicitó porque la Revista nunca antes había sido tan solicitada por un público estudiantil y no estudiantil. Lo repito. El secreto de un hecho tan encomiable fue Joaquín Díez-Canedo; su entrañable amor por la tierra que recibió a la generación republicana de España cristalizó en el Espíritu de la Casa de Justo Sierra. La Revista se vio convertida en una expresión, según el consejo de Joaquín Díez-Canedo, de la cultura universal yacente en la cultura mexicana.