Juan Arturo Brennan
Otros dos pianistas

El exitoso ciclo pianístico En blanco y negro, realizado recientemente en el auditorio Blas Galindo del Centro Nacional de las Artes, tuvo dos momentos de gran altura musical en los recitales ofrecidos por Alberto Cruzprieto y Lilya Zilberstein. A través de planteamientos y soluciones muy distintos (en especial a lo que a repertorio se refiere), ambos lograron sesiones musicales de alto nivel.

Alberto Cruzprieto propuso el que sin duda fue el repertorio más atrevido y temerario de todo el ciclo; esto no es novedad, ya que Cruzprieto tiene una fama bien ganada por sus programaciones poco convencionales. Su largamente cultivada afinidad por la música francesa lo llevó a realizar una sólida combinación de Erik Satie, Maurice Ravel y Olivier Messiaen, a cada uno de los cuales dio un perfil individual, estilísticamente inobjetable. En las Gnosiennes de Satie interpretadas por Cruzprieto fue posible percibir toques de un enrarecido refinamiento y una singular transparencia, aunados a un flujo temporal muy atractivo.

Para quienes escuchamos también las Gnosiennes interpretadas por Pascal Rogé unos días antes, la visión comparativa de estilos resultó una experiencia iluminadora. Para el Gaspard de la nuit, quizá la obra cumbre de la producción pianística de Ravel, Alberto Cruzprieto desplegó su aprendida sabiduría en lo que toca a colores, densidades, modos de ataque y resonancias. Esta fantástica partitura contiene numerosas trampas (bien evitadas por el pianista) que pueden convertir el discurso en una aglomeración indefinida de sonoridades; Cruzprieto brilló especialmente en el decadente Patíbulo central de la obra. La sección francesa del recital concluyó con dos de las Veinte miradas al niño Jesús de Messiaen, abordadas por el pianista con una disciplinada aplicación a los laberintos rítmicos y formales propuestos por el místico compositor de Avignon.

De manera análoga, Cruzprieto descifró con lucidez los formidables retos motores contenidos en el Preludio y blues, de Conlon Nancarrow, demostrando de paso que este injustamente ignorado compositor hizo mucho más que aprovechar al máximo los recursos técnicos de sus pianolas. Momento cimero de este recital fue el segundo movimiento de la Sonata, de Leos Janacek, al que Cruzprieto aplicó la densidad fúnebre justa y necesaria, sin llegar a los lúgubres arrebatos típicos, por ejemplo, de las partituras más espesas de Franz Liszt. Cuestión de estilo, dirían los especialistas. Muy instructivo resultó también escuchar la versión del pianista veracruzano a los Patios serenos, de Gabriela Ortiz, obra grabada hace algunos años por Cruzprieto y depurada y decantada al paso del tiempo hasta encontrar un justo balance entre sus planos arquitectónicos y sus apuntes expresivos.

Unos días después, la pianista rusa Lilya Zilberstein ofreció un soberbio recital a base de Chopin y Rajmaninov, en el que dejó claro su status como una de las intérpretes más notables de su generación. Hay que agradecerle a Zilberstein, entre otras cosas, el haber tocado un Chopin sólido y poderoso, sin arrebatos de novela ni languideces tuberculosas. Entre las muchas virtudes de sus ejecuciones, habría que destacar su intuitivo sentido de los grandes contrastes dinámicos y expresivos, realizados de manera especialmente elocuente en el Scherzo No. 2, ligados con una lógica impecable y una continuidad acústica de gran refinamiento.

En las piezas de su paisano Rajmaninov, Lilya Zilberstein mostró un sólido sentido del equilibrio en las acumulaciones sonoras propuestas por el fogoso pianista-compositor. En manos menos experimentadas, las cascadas y avalanchas pianísticas de Rajmaninov pueden volverse aludes incontrolables; al cuidado de Zilberstein, son flujos musicales unitarios y orgánicos en los que la densidad estructural resulta cabalmente balanceada por límites dinámicos muy bien trazados y por la inteligibilidad total de cada hebra sonora.

Cabría destacar especialmente la habilidad de Zilberstein para dar toda la coloración necesaria a las inesperadas transformaciones armónicas urdidas por Rajmaninov en sus complejas Variaciones al añejo tema de La folía según Corelli. Fuera de programa, la pianista hizo notables interpretaciones de sendas piezas de Liszt y Debussy; esta última, sobre todo, brilló con intensidad poco común y colores inesperados.