La Invensión del mar

Daniel Sada

A menos de cien kilómetros al sur de Ciudad Juárez, Chihuahua, se encuentra el desierto de Samalayuca. Lo insólito de esta enorme zona árida es que durante las épocas de sequía, cuando el sol cae a plomo, se puede percibir un vasto territorio de espejismos que hace las veces de mar. ¿Un mar en pleno desierto?, ¿será?, ¿cómo asegurarlo? Lo cierto es que todavía a estas alturas del milenio, de tanto en tanto algunas familias y ciertas personas -a quienes no se puede acusar de locas- acuden a Samalayuca como si fuesen a una playa. Llevan trajes de baño, anteojos polarizados, bronceadores, gorros, chanclas de cuero o de hule, toallas largas, sombrillas, etc., y se hacen las ilusiones al creer tener frente a sí un mar anchuroso, un escenario traducido en un inmenso resol, es decir carente de agua, ni siquiera una poca, caray, y sin la coba característica de la brisa ni el adorno equidistante de veleros o barcas que bregan por ahí y por allá. El engaño es asumido de raíz, como si se tratara de un milagro óptico, sobre todo por aquellas personas que no conocen el mar verdadero y tal vez jamás lo conocerán. Para ellos el mar es un entorno remoto, casi ficticio y casi inanimado, aunque armónico y coloro, tal como aparece en las fotografías propias de cualesquier propaganda turística.

Hasta la edad de 17 años yo tampoco tenía idea de lo que era el mar verdadero: sus olas, sus peligros, su fauna marina y mucho menos los paseos en lancha, yate o barco, y aún menos esas cosas de pesca acorde al movimiento de las aguas. Habitante del desierto, en Coahuila, estaba acostumbrado al mentidero de los espejismos y no faltó alguien que me dijera que aquello se parecía al mar, aunque nada de una intentona de baño o de pesca o algo por el estilo, sino que debía de conformarme con esa noción idílica, siempre ambigua, de la vastedad marítima. Recuerdo que un tío mencionó el nombre Samalayuca y nos dijo en lo que consistía, pero él mismo, haciendo cálculos, adujo que quedaba más cerca el puerto de Tampico y las playas de Ciudad Madero que el espejismo excitante de Samalayuca. El tío era rico y fue él quien nos animó a unos primos y a mí, con la venia de nuestros padres, a conocer el mar, el de a de veras, ¿acaso para desengañarnos?

Ahora que veo las fotografías de Silvia Calatayud me remonto a aquella primera sensación que tuve frente al mar. La rémora airosa y acuática no fue sólo el efecto de observar el ya no espejismo, que tiene algo de infantil, sino la lucha del hombre contra el monstruo, el esfuerzo permanente por usufructuar a poco su riqueza inconmensurable, pues tuve oportunidad de bregar en un barco pesquero. Estas imágenes en blanco y negro tienen el matiz de la nostalgia, necesario para la imaginación, y me permiten recordar que el mar además de idílico es cruento, porque propicia la aventura, así como la pertinencia para una denodada reconquista. Silvia Calatayud humaniza esos avatares. Su ojo no busca el encuadre estático, sino que lo prefigura en la lejanía, antes se impone la pesca (esa paciencia inaudita) vista como acecho o como incertidumbre, o la captura misma, estentórea, gozosa, derramada en la cubierta, o esos rostros endurecidos de pescadores que apenas se atreven a sonreír.

Cuando regresé al desierto supe que el mar ya jamás sería una fantasía inane. Descreí de los espejismos a sabiendas de que no podía introducirme en ninguno de ellos, y me compadecí de los hombres y las mujeres del desierto que se aferran a ese ilusionismo milagroso, como si fuera una compensación desvirtuada, pero aun así azul y propiciatorio. Las fotografías de Silvia Calatayud parecen decirnos que al mar hay que utilizarlo, luchar contra sus fuerzas infinitas sin perder de vista que jamás se logrará domeñarlo. Cierto es que su magnitud ulterior, siempre impensada, ofrece todavía una posibilidad de noción idílica, tal como la percibí aquella vez en Tampico, sólo que en lo inmediato queda latente la opción de enfrentar sus peligros, a reserva de disfrutar después de su riqueza.