Daniel Sada
Hasta la edad de 17 años yo tampoco tenía idea de lo que era el mar verdadero: sus olas, sus peligros, su fauna marina y mucho menos los paseos en lancha, yate o barco, y aún menos esas cosas de pesca acorde al movimiento de las aguas. Habitante del desierto, en Coahuila, estaba acostumbrado al mentidero de los espejismos y no faltó alguien que me dijera que aquello se parecía al mar, aunque nada de una intentona de baño o de pesca o algo por el estilo, sino que debía de conformarme con esa noción idílica, siempre ambigua, de la vastedad marítima. Recuerdo que un tío mencionó el nombre Samalayuca y nos dijo en lo que consistía, pero él mismo, haciendo cálculos, adujo que quedaba más cerca el puerto de Tampico y las playas de Ciudad Madero que el espejismo excitante de Samalayuca. El tío era rico y fue él quien nos animó a unos primos y a mí, con la venia de nuestros padres, a conocer el mar, el de a de veras, ¿acaso para desengañarnos?
Ahora que veo las fotografías de Silvia Calatayud me remonto a aquella primera sensación que tuve frente al mar. La rémora airosa y acuática no fue sólo el efecto de observar el ya no espejismo, que tiene algo de infantil, sino la lucha del hombre contra el monstruo, el esfuerzo permanente por usufructuar a poco su riqueza inconmensurable, pues tuve oportunidad de bregar en un barco pesquero. Estas imágenes en blanco y negro tienen el matiz de la nostalgia, necesario para la imaginación, y me permiten recordar que el mar además de idílico es cruento, porque propicia la aventura, así como la pertinencia para una denodada reconquista. Silvia Calatayud humaniza esos avatares. Su ojo no busca el encuadre estático, sino que lo prefigura en la lejanía, antes se impone la pesca (esa paciencia inaudita) vista como acecho o como incertidumbre, o la captura misma, estentórea, gozosa, derramada en la cubierta, o esos rostros endurecidos de pescadores que apenas se atreven a sonreír.
Cuando regresé al desierto supe que el mar ya jamás sería una fantasía inane. Descreí de los espejismos a sabiendas de que no podía introducirme en ninguno de ellos, y me compadecí de los hombres y las mujeres del desierto que se aferran a ese ilusionismo milagroso, como si fuera una compensación desvirtuada, pero aun así azul y propiciatorio. Las fotografías de Silvia Calatayud parecen decirnos que al mar hay que utilizarlo, luchar contra sus fuerzas infinitas sin perder de vista que jamás se logrará domeñarlo. Cierto es que su magnitud ulterior, siempre impensada, ofrece todavía una posibilidad de noción idílica, tal como la percibí aquella vez en Tampico, sólo que en lo inmediato queda latente la opción de enfrentar sus peligros, a reserva de disfrutar después de su riqueza.