Jordi Soler
El pequeño placer de i

Antes de encender el coche miró el reloj. Nueve quince en punto. ¿Qué puede saber este aparato mecánico de los horarios del cuerpo? Poco, respondió i. Estaba sola frente al volante. Encendió el automóvil, se echó en reversa mientras le decía al tablero y al ojo suyo que se veía en el espejo retrovisor, que sería estupendo marcar el tiempo con el puro engranaje del organismo. Tres latidos del corazón, por ejemplo, es el tiempo que dura una sonrisa larga.

Por desgracia ese día, igual que todos, avanzaba al ritmo de ese aparato mecánico. Cuatro minutos y medio más tarde entró a la vía rápida que la llevaba a su trabajo. Encendió el radio para no irle dando vueltas al tic tac del tiempo, le faltaban 40 minutos de tráfico intenso, quizá más. La vía rápida a esas horas era más lenta que cualquier vía y esos 40 minutos que tenía por delante caían uno sobre otro hasta formar una montaña. El único consuelo era que en la noche podría entregarse a su pequeño placer. Pasó con rapidez por cuatro o cinco estaciones de radio. Se detuvo en una que ilustraba el ascenso a la montaña. La voz de Bowie decía: ``El guión del tiempo somos tú y yo''.

Cuarenta y ocho minutos más tarde i apagó el motor de su automóvil. Caminó por el estacionamiento con la sensación de que acababa de ganar la cima de una montaña y con la desesperación de que, unas horas más tarde, tendría que bajarla. El perro guardián ladraba en rachas, cada cinco segundos. No me gusta nada ser el guión del tiempo, pensó i.

Trabajó toda la mañana en ese oficio que todos envidiaban; i no se quejaba pero sabía que el mundo era más llevadero sin la montaña, sin el guión y sin ese río que era su oficio, donde había que ir saltando de piedra en piedra durante la mañana, del teléfono a la silla, de ahí a otra silla y de regreso al teléfono, con escalas en una infinidad de asuntos que eran otras piedras.

A las dos y cuarto volvió a subir a su automóvil. Otra montaña, otra vía que no era rápida. Comida de trabajo en un restaurante. Vio el reloj a las dos treinta y cuatro, ya iba tarde, recordó otra vez lo del guión del tiempo. Encendió el radio, el tráfico era insoportable y el sol caía en la lámina del coche con la delicadeza de un piano o de una vaca. Sonrió al pensar que en la noche podría entregarse sin reservas a su pequeño placer. Llegó tarde, tres con seis minutos decía el reloj. El hombre del valet parking, antes de recibirle el automóvil, quitó del techo un piano y una vaca, el día acababa de nublarse. La comida de i la hubiera envidiado cualquiera, también el viaje que acababa de hacer a Minneapolis, a cenar con el cantante Prince; i no dejaba de pensar en su pequeño placer. Una ensalada y una copa de vino, le dijo al mesero, pero en realidad sintió que dijo: el mejor placer es el pequeño, lo demás son urgencias biológicas o francas intoxicaciones. ¿Mil islas o Roquefort?, le preguntaron. Vinagreta, respondió i, mientras veía del otro lado de la ventana cómo el hombre del valet parking forcejeaba con la vaca que se había echado en medio de la calle.

Hora y media después vio el reloj, cuatro cuarenta y seis, momento de subirse al coche para regresar a la oficina. El resto de la tarde pasó como siempre de piedra en piedra. Salió de noche, vio el reloj, las ocho veinticinco. La vía rápida iba más lenta que nunca, el orden del mundo alterado por el tiempo: era más largo bajar la montaña que subirla; y sin embargo i manejaba feliz, se acercaba el momento de su pequeño placer. Estacionó el coche afuera de su casa.

Vio el reloj, nueve cuarenta. Ignoró dos cuentas de banco que había echado el cartero por debajo de la puerta. En la máquina contestadora palpitaban varios mensajes, pasó de largo, no le apetecía invertir el tiempo en eso, es más, no quería invertir más tiempo en nada, le urgía entregarse a su pequeño placer. Dejó su bolsa y se quitó la ropa. El reloj marcaba las nueve cuarenta y ocho. Se tiró en la cama. Era tiempo de abandonar la responsabilidad de ser guión, de subir y bajar la montaña, de brincar de piedra en piedra; era momento de permitir que la noche empezara a medirse en latidos de corazón: era tiempo de sacudirse de encima el tiempo. Sin pensarlo más, a las nueve cuarenta y nueve en punto, i dio rienda suelta a su pequeño placer: consciente de cada movimiento, sintiendo sus dedos contra la muñeca, desabrochó la correa y se quitó el reloj.

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