La Jornada Semanal, 4 de julio de 1999
La piedra es dura por lo que dura, no por lo más apretado o más flojo de sus tejidos moleculares. Por otra parte, es frágil, ya que puede romper una cabeza y lo que puede romper, por corresponsabilidad, puede ser roto, porque causa y efecto se confunden y el amo no sobrevive sin esclavo.
El mar es más piedra que la piedra, porque dura más.
Hablando del mar, a éste lo que lo ablanda y lo retuerce no es la atracción lunar (que ni se sabe) sino la sal, que sí sabe y sabe precisamente salada. Cual infinito tlaconete azul, al mar lo encrespa su propia sal, que lo hace, como dice el prefijo, querer salirse de sí mismo. Como los perros grises que se frotan las orejas contra los sillones cafés o como los bebés a los que les molestan las encías cuando les están saliendo los dientes, el mar, cuando se está saliendo de sí mismo, también se frota los bordes contra las playas. Y a esa cosa espiral y espumosa se le llama el oleaje.
El fuego quema porque es una prisa anaranjada, contenida y de superficie muy pero muy pareja, sin porosidades, aunque tiende a manifestarse en picos. Hay fuegos, o partes de fuegos de otros colores, pero son menos calientes, lo cual es difícil de probar porque si pocos se atreven a poner la mano en el fuego por un amigo, cuántos menos lo harán por comprobar teorías. Hacen bien.
El fuego quema más las cosas separadas que las juntas, más una canasta que un bloque de mármol. Para quemar un bloque de mármol se necesita paciencia y, siendo el fuego una prisa anaranjada, no tiene paciencia y mejor se va y no lo quema.
Las piedras no son otra cosa, algo distinto de nosotros; no son de otro reino, como dirían los nobles. Son como nosotros, sólo que han aprendido a meditar. Meditar es concentrarse en distraerse. Su mente está completamente en blanco. Y es por eso que duran más. Son más sabias.
Nosotros pasaremos. Y pasarán los hijos de nuestras hijas y las piedras permanecerán, tal vez, acaso, un poco más pulidas por afuera. Si a una piedra, de pronto, se le cuela un pensamiento, algo se desmorona en su compacto interior oscuro. Una milésima de sílice se le vuelve carbono. Algo que parecía imposible -quebrar un punto- le sucede. Un gesto microscópico, un insólito mohín de flexibilidad: la perdición. Porque ha entrado el tiempo desde el durísimo interior del cráneo.
Originalmente los focos eran planos, como son ahora los espejos. Lo que pasa es que de tanto estar colgados de los techos, por su propio peso se van como quien dice liquidando, por lo que adquieren forma de gota. Claro que los de las lámparas de pie o los de algunas de escritorio tampoco se han quedado planos, pero en este caso no es el peso sino la presión de la electricidad que viene de los cables la que les da esa forma, parecida a la de las últimas burbujas que salen de la boca o la nariz de los muertos que quedan bocarriba.
Y ya que lo hemos mencionado al principio, hay que aclarar que los espejos originales eran cóncavos: la gente entraba en ellos para verse y en realidad se veía, pero era porque, por ser tan estrecha la forma semicircular del espejo, la gente se topaba de frente consigo misma, no con su reflejo. Obviamente que el desgaste producido por tanta gente metiéndose fue erosionando la forma de los espejos hasta hacerlos planos y, como la misma erosión les iba puliendo la superficie, la gente se seguía viendo pero ahora sí era un reflejo lo que veía. Esto último lo demuestra el hecho de que uno se rasura y en el espejo queda lisito, pero si se toca la propia cara pica más que si se la toca a su reflejo.