algo mejor que el viagra
Hace unos días recorrí de nuevo los caminos de los Altos de Jalisco y dejé que se me echaran encima las memorias de las ``universidades'' (Gorki dixit) de mi infancia, adolescencia y primera juventud. ¡Arqueología pura y simple!, gritarían los detractores que con tanto empeño y mala leche esparcen rumores sobre mi verdadera edad, echándome de paso un par de añitos de más. El paso por Ojuelos, tierra de sequedades que ``en tiempos de los reyes'' aliviaban los ojuelos de agua zarca, nos trajo la memoria del compadre Atilano Quesada, ex coronel de un casi unipersonal ejército poscristero. Atilano nunca aceptó los términos de los tratados que firmaron los jerarcas de la Iglesia católica con el Presidente Portes Gil. Indignado por la traición de los miembros del Episcopado, se remontó a las cumbres de la Sierra de Comanja y continuó su guerra santa. A los dos años, cansado y con la esperanza perdida, bajó al llano y se entrevistó con el cura de su pueblo. El sacerdote escuchó su historia y le recomendó acogerse a la amnistía concedida por el gobierno federal pocos días después de la firma de los tratados (sobra decir que una buena parte de los amnistiados fueron ``venadeados'' por las fuerzas de Cedillo y otros espadones sangrientos). El Coronel aceptó a regañadientes y pidió al gobierno que le concediera la amnistía. Muchos años más tarde me enseñaba, temblando de rabia, el telegrama de respuesta enviado por la Secretaría de la Defensa: ``lo ve, compadre, esos cabrones ni la burla me perdonaron''. El papel amarillento así decía: ``Imposible amnistiarlo. Ignorábamos que estuviera usted levantado en armas.'' Valle-Inclán encomiaba el ahorro de palabras propio de los desconfiados y austeros rancheros de Los Altos. Rafael F. Muñoz le había contado una anécdota también relacionada con la guerra cristera. Para conceder la amnistía el gobierno obligaba a los solicitantes a sujetarse a un interrogatorio y a llenar una serie de cuestionarios. En todos los pueblos... Unión de San Antonio, San Diego de Alejandría, San Julián de la Desolación (León Guillermo Gutiérrez, natural de esa villa, asegura que lo de la desolación es un invento mío. A esto respondo que, hace una alarmante cantidad de años, un mesonero gordo y sanchopanzesco que preparaba ``gallinas'' -mezcla explosiva de leche, huevos, canela y algún fiero aguardiente- en una fonda cercana a la parroquia, me dijo que, en tiempo de sus abuelos, las constantes sequías habían dado a su pueblo el nombre desolado), Tlacuitapa, San Miguel el Alto... se instalaron mesas de registro. Los funcionarios del gobierno, apurados por el crecido número de solicitantes, formulaban las preguntas de manera tajante y directa. En uno de esos pueblos cuyos habitantes habían sido expulsados en masa y obligados a concentrarse en León y otras ciudades del vecino Guanajuato, un ``güero de rancho'', seriote y colorado, se plantó frente a la mesa con el sombrero en las manos y respondió a las preguntas del burócrata del siguiente modo: ``¿Nombre?'' ``Robustiano de Anda...'' ``¿Nació?...'' ``Sí.'' Se hizo el silencio y todo el mundo opinó que la respuesta había sido impecablemente precisa. Ya cerca de la ``mesa redonda'' recordé a dos parientes, los tíos Prisciliano y María de las Mercedes, modélicos en materia de pudor cristiano. Tenían ocho hijos, un pasar modesto y un lugar discreto y bien consolidado en la vida social. Cuando acordaban cumplir el débito conyugal, esperaban a que todos los habitantes de la casa estuvieran dormidos. Sobra decir que dormían en alcobas separadas para evitar las tentaciones provenientes de los roces de lo cotidiano. Hecho el silencio propicio, el virtuoso marido se calzaba las pantuflas de felpa y, cautelosamente, se acercaba a la puerta entreabierta del cuarto de su cónyuge. Tocaba y, para no pasar por deseosa, la ejemplar matrona no contestaba. La segunda vez, se movía en el lecho para dar a entender que estaba despierta y la tercera preguntaba, con voz ahogada por los edredones, cobijas y la sábana santa: ``¿Quien es?'' Prisciliano replicaba: ``Tu esposo soy. ¿Estás dispuesta a recibir obra de varón?...'' ``Dispuesta estoy y todo sea para mayor gloria del Señor'', admitía la dama. Prisciliano entraba, apagaba la temblorosa palmatoria y, sin desarreglar las ropas de cama, se metía entre las cobijas. Prisciliano, ya en los brazos del torbellino sensorial, exclamaba: ``y ahora sí como que me la retuerces, Merceditas''. En estos tiempos, y tomando en cuenta mi edad, la anécdota ya no insiste en los aspectos horribles de una sociedad represora de la libre expresión de los deseos: más bien sirve para reflexionar sobre esa liturgia carnal y esos ritos llenos de una sutil pornografía. Por estas razones, la puesta en escena de las santas costumbres puede ser más eficaz que el milagroso Viagra. Inténtenlo, parejas vetustas. Lo más que arriesgarán será una ciática, dolorosos ataques de artritis o algún leve infarto. Como aportación a la ciencia sexológica, sumemos la hipótesis de que la culpa agrega interés y emoción a un acto que siempre es algo más que un partido de tenis o una caminata deportiva escuchando por los audífonos berridos neooperísticos. Hugo Gutiérrez Vega
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(prólogo a un libro de Manuel Perló) Que Fausto fue alquimista nadie lo duda, es parte de su definición. Un prodigioso grabado de Rembrandt lo representa mirando brillar un círculo mágico, y él está ahí, con barbita y gorro, y es, en efecto, esotérico mago medieval. Pero representar a Porfirio Díaz como alquimista, sí es novedad. La imagen es rara: el viejo militar enérgico y condecorado adepto de la Gran Ciencia, el espinazo doblado sobre el arcano de las retortas, meditabundo. Parece contradictorio e imposible. Y sin embargo, don Porfirio fue, ante todo, un alquimista. Pero hay que aclarar términos. En la comprensión común, la alquimia es sólo vago y rudimentario antecedente de la química. Pero no, la alquimia fue algo más y diferente. Mircea Eliade explica que la alquimia heredó al mundo moderno sus ideales más delirantes. Los pasó intactos, y los portentos prometidos por los magos vinieron a cumplirlos la ciencia y la tecnología modernas. Varió el método, pero no el ideal: volamos, percibimos a distancia, creamos y trasmutamos materia, prolongamos con elíxires la vida, visitamos los satélites de Júpiter. En una palabra, dominamos la naturaleza obligándola a obedecer nuestros designios, como los magos querían. Don Porfirio fue, en esencia, modernizador de México. Y en esa medida realizador, a escala nacional, de los sueños de dominio de los iniciados en los misterios de la Gran Ciencia. Ferrocarriles, hospitales, escuelas, la universidad; modernizar, trasmutar el país entero. Manuel Perló ve un drama fáustico en esta obsesión alquímica. Sobre todo en la ambición suprema del mago: el dominio completo y definitivo de las aguas del valle de México. México en una laguna. La situación era emblemática: en el escudo nacional mismo están águila, nopal, serpiente y laguna. Las aguas prehispánicas, cuya cultura lacustre es rechazada por los españoles, cobran venganza. La desecación de los lagos es imposible, pese a los notables trabajos de Enrico Martínez y otros sabios ingenieros. Las aguas vuelven una y otra vez, y es cuento de nunca acabar. La historia no fluye, la tenemos atragantada. Cada inundación padecida por la Ciudad de México vuelve a nosotros el drama de la Conquista española, por no hablar del horror sanitario y estético de una ciudad sin sistema de drenaje, cuyas aguas negras corrían a cielo abierto por las calles. Y era horror. Por ejemplo: la voz preventiva ``aguas, aguas'', tan mexicana, era la que se gritaba al descargar por la ventana el desecho líquido de la bacinica u otro recipiente directamente a la acera. A finales de los cincuenta acompañé a mi padre, que trabajaba en Obras Hidráulicas del DDF, con Uruchurtu de regente, a poner sacos de arena en el Gran Canal en un intentoÊdesesperado porque un metro de agua negra no cubriera el Zócalo un 15 de septiembre. La catástrofe fue conjurada. Después de los trabajos de mi padre, Raúl Ochoa y otros ingenieros muy competentes, lo digo con orgullo, el centro no volvió a inundarse. Regresemos al asunto. Porfirio el alquimista juzgó que el problema de las aguas era digno de su magia, y se puso a la tarea. sta es la historia que admirablemente cuenta Manuel Perló en su libro. Historia de una obsesión y, más que eso, de un procedimiento político y un ideal. Procedimiento e ideal vigentes hasta nuestros días: lo primero es el trabajo alquímico de trasmutación del país, luego ya veremos. Modernizar, modernizar a toda costa. Todos sabemos que si don Porfirio se hubiera retirado a tiempo, sin participar en su última e insensata reelección, habría pasado a la historia coronado de laurel como gran presidente y gran modernizador. Pero, ¿por qué no se retiró? Es aquí donde aparece el tema fáustico. Don Porfirio entrega su alma política a Mefistófeles, es decir, arrostra una oposición masiva y hasta una sublevación armada, a cambio de terminar la obra de trasmutación nacional. Su vehemencia de alquimista nacional, como a tantos presidentes después de él, lo ciega. Quien crea que exagero, lea este libro erudito y aleccionador. Por sus frutos los conoceréis. Las obras del desagüe del Valle de México muestran a don Porfirio y a la naturaleza de su régimen político. Y este libro, que narra en detalle la historia de su diseño y construcción, muestra la solvencia académica y moral, y la monstruosa erudición sobre la materia de su autor, Manuel Perló. Y qué historia fascinante, terquedades, intrigas, y qué personajes la encarnan, esos ingenieros de cuello de pajarita, esos financieros con sombrero de copa, esos políticos tan mexicanos. Una delicia. Estas excelencias juntas constituyen un capítulo desde ahora esencial a la comprensión de nuestra debatida, gigantesca, sufrida, odiada y muy querida Ciudad de México. El paradigma porfiriano, historia del desagüe del Valle de México, Manuel Perló, UNAM/Porrúa, México, D.F., 1999.
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