Tres tradiciones de salud

Alejandra Moreno Toscano

Si pensamos en los grandes cambios del siglo XX mexicano, quizás el de mayores consecuencias ha sido el de la población.

Las cifras hablan por si mismas. Hasta 1935 la vida y la muerte corrieron más o menos parejo. En la década de 1940-50 las muertes disminuyeron (de 28 defunciones por mil habitantes en 1920-24, a 10 por mil en 1950) pero la reproducción se mantuvo igual y hubo cuatro veces más nacimientos por mil personas que antes de la Revolución. Esa velocidad de crecimiento se mantuvo hasta 1970-76. En treinta años la población se duplicó. Cuando las tendencias se estabilizaron en 1980, el crecimiento demográfico estaba dado. De 13 millones de habitantes en 1910, el país pasó a 94 millones en el año 2000. Pocas areas del mundo conocieron una historia igual.

El cambio se entiende mejor si pensamos que durante las dos primeras décadas del siglo no todos los niños "se lograban". En ese tiempo sus padres morían jóvenes y a los 50 años eran ancianos. Los nacidos en 1950, por el contrario, conviven más años con sus padres, seguirán activos después de los sesenta y con toda probabilidad conocerán a sus bisnietos. Quien nazca hoy, puede esperar vivir 20 años más que nuestra generación. En lo que toca a la vida y a la muerte la sociedad mexicana de fin de siglo no se parece nada a la de sus comienzos.

En los lentos procesos de la demografía no es posible encontrar causas directas. Resultan de tradiciones culturales, condiciones de empleo e ingreso, procesos de urbanización, ideas transmitidas sobre la familia, reconocimiento de derechos de las mujeres y muchos otros factores dificiles de precisar. Aun así, lo que más pesa son las condiciones de salud.

Ensayemos ubicar, teniendo en todo momento las cifras seculares de fondo, tres métodos de acción pública que, con distintos énfasis y combinaciones en los distintos periodos han sido la base de las políticas sociales del siglo XX. Podría decirse que esas acciones generaron tres tradiciones a las que se acogen los médicos en el ejercicio de su profesión, sobre todo si desarrollan una función pública y no ejercen solo como profesionistas liberales: los sanitaristas, la medicina clínica y los especializados en salud pública. Retomar este hilo nos obligará a pensar desde otras perspectivas, las dificultades que enfrentamos ahora.

La primera tradición antecede a la Revolución mexicana. Adquiere sus perfiles en el momento en que la medicina científica deja atrás siglos de prácticas curativas tradicionales que atribuyeron las enfermedades a las "emanaciones" y los malos "humores". Los científicos médicos, algunos formados en el Instituto Pasteur de París, cuando regresaron a México se dedicaron a investigar los microbios y a combatir a sus transmisores. En una carrera contra el tiempo perdido revolucionaron en pocos años las condiciones de salubridad en las ciudades aplicando los principios que en Europa llevaban medio siglo de prueba y error. Por ponerle una fecha a esta política de salud pensemos que en 1895 el Consejo de Salubridad de la ciudad de México ya producía con regularidad vacuna antivariolosa, sueros antidiftéricos, antitetánicos y tuberculina. En el edificio de la plaza de Santo Domingo que ocupaba la universidad había ya laboratorios de investigaciones bacteriológicas.

La brillante generación de médicos encabezada por el doctor Eduardo Liceaga se propuso la tarea no de curar enfermos sino de prevenir las enfermedades. Prevenir era vacunar, llevar agua potable a cada casa, mejorar las cañerías, desecar acequias y pantanos. Quería decir que el ayuntamiento recogiera diariamente la basura, sustituyera los muladares con jardines y mejorara la vivienda en los barrios populares. Entonces se introdujo la moda de que todas las casas tuvieran "salas de baño" y fue comun realizar visitas de inspección sanitaria a escuelas, hospitales, cárceles, fábricas, talleres, mercados, expendios de bebidas y establos. Cuando después de la Revolución volvió a haber un gobierno estable, el Consejo de Salubridad de la ciudad de México pasó a depender del gobierno federal. Su nombre resumiría sus funciones: Secretaría de Salubridad y Asistencia Pública. Fueron tantas las novedades urbanísticas que impulsaron "los Doctores" que no faltaron comentarios irónicos en la prensa: "esos muchachos dispuestos a hacer hervir el hielo con tal de beber agua limpia". La extensión de la infraestructura sanitaria en las ciudades como primera obligación en la política social fue una idea emanada de los médicos. Era la forma de beneficiar a "todos en general".

La segunda tradición surge con la Revolución.Ƒqué podían hacer los ayuntamientos con ejércitos de campesinos acampando en las calles, presa de contagios y epidemias? Con visión logística, los médicos militares inventaron un método para enfrentar esas emergencias. Apenas se confirmó en las revistas científicas del mundo que el transmisor del tifo eran los piojos, se organizó una campaña para acabar con ellos. Estamos en 1927. Una por una, todas las peluquerías de la ciudad fueron desinfectadas. El parte, anunciado por el Presidente, lo dice todo: "entre bañados y rapados, 90 mil individuos". Su carácter impositivo prolonga la idea ilustrada de cómo proteger a la población a pesar suyo; pero dadas las condiciones sociales y de educación era la única manera de asegurar que los conocimientos más avanzados de la ciencia beneficiaran a todos. Las campañas de "desinfección sanitaria" o de "vacunación universal" son sin duda herencia de esas movilizaciones sanitarias pioneras. La organización de estas "campañas" y el uso del DDT (aunque ahora este prohibido), hicieron habitables las costas y las zonas de selva tropical.

La tercera tradición de política de salud esta vinculada al crecimiento industrial de la posguerra, aunque sus orígenes se remontan a la era de los progresistas norteamericanos y su preocupación porque los veteranos pensionados de guerra tuvieran atención hospitalaria. Los trabajadores recibirían un "nuevo trato". Aquí no tuvimos veteranos pero se adoptó el mismo esquema de privilegiar a los trabajadores que contribuyeran con su trabajo en la industria o los servicios al engrandecimiento del Estado (IMSS, ISSTE). Los derechohabientes recibirían servicios médicos de la más alta calidad, y también indemizaciones y pensiones. Vivirían en "ciudades modelo" tendrían acceso a "ciudades deportivas", "centros vacacionales" y teatros. El financiamiento de estas nuevas condiciones de vida serían tripartitas, contribuiría el patrón, el gobierno y los propios trabajadores con cuotas deducidas del salario.

Esta distinción trajo consecuencias. Se construyeron dos mundos: el de los "asegurados" y el de la población "abierta": trabajadores informales, desempleados, jornaleros, campesinos, es decir, los más pobres, aquellos que tienen que destinar una mayor proporción de sus recursos a la salud. Este proceso de separación se reforzó con los grandes flujos de migrantes que comenzaron a llegar a las ciudades y a construir en sus periferias. Llegó a ser tal la polarización, que el Dr. Ignacio Chávez comentaría "ahora no hay mexicano bien nutrido, unos estan desnutridos por falta de alimentos y otros por exceso". El proceso fue demasiado rápido. Las condiciones de alimentación, acceso al agua potable, salud, fertilidad y mortalidad se hicieron muy distintas para quienes vivían en una ciudad grande, en un barrio con servicios y tenían trabajo, que para quienes se quedaron en el campo o se acomodaban en las periferias urbanas. Unos vivían tan bien como en cualquier ciudad del mundo (7.6 defunciones por mil habitantes), pero quienes habitaban los poblados rurales y pobres, mantuvieron condiciones semejantes a las de tres décadas atrás (28 muertes por mil habitantes). El que existan dos mundos en los servicios de salud explica que ni siquiera tengamos estadísticas integradas para el sector salud. Y es sabido que la forma como se registra, identifican y clasifican los problemas es la base para el diseño de las políticas públicas.

Dos procesos adicionales contribuyeron a hacer que el crecimiento económico tuvieran resultados tan desiguales. Por una parte, las políticas sociales se fueron disgregando, al provenir de distintas dependencias especializadas: agua, drenaje, abasto, salud. La visión de integralidad se fue perdiendo. Los servicios de salud se otorgaron de acuerdo a lógicas distintas, con presupuestos desequilibrados, sin coordinación. Por otra parte, los servicios se fueron centralizando en las ciudades y, entre todas las ciudades, en la capital. Para medir los resultados de esa descoordinación basta con comparar las coberturas de infraestructura sanitaria que tienen las ciudades metropolitanas con la que reportan las 100 ciudades medias y con la realidad de los poblados rurales más pequeños. El argumento de que no alcanzan los recursos no se sostiene, pues hay recursos para realizar obras de menor impacto social.

En las últimas décadas no se ha podido recuperar la visión de integralidad de las políticas sociales. La aplicación sucesiva de estrategias distintas ha contribuido a fraccionar más la política. Cuando hubo recursos se extendieron los servicios pero se mantuvo su operación sectorial. Luego se propuso descentralizar la administración. Después se intentó la coordinación programática de los distintos ejecutores. La aplicación de "paquetes integrales" de salud entre la población más pobre. Sin embargo, los ajustes y recortes tocaron aspectos vitales como el mantenimiento de la infraestructura hospitalaria y la disponibilidad de materiales médicos y medicinas.

El listado actual de problemas de salud pública es largo: ciudades que no tienen drenaje pluvial o que descargan aguas negras directamente al mar en las playas concurridas; tiraderos de desechos tóxicos sin control; industrias que no respetan las normas de emisiones y descargas; endemias regionales que no parecen interesar a nadie (como lo ejemplifica el hecho de que no se acepte todavía como problema grave lo que esta ocurriendo con el Sida en el campo); la pésima calidad de los servicios médicos periurbanos. Es decir, todo lo que sucede en la realidad que parece no existir, hasta que los medios de comunicación le dan visibilidad y lo convierten en asunto político.

Al terminar el siglo es todavía posible recuperar la herencia de integralidad para las políticas públicas sociales. De otra manera no se consolidará como cimiento de un edificio mejor el piso social que se ha alcanzado.