Hacía años que no venía Babilonia. Y ahora que vino, fue casualidad, iba de paso entre azotea y azotea, y ni siquiera esperaba allí un dónde arrimar la greña. Vio abierto, salía música, y se acercó, maullando tentativamente. Casandra tendía su ropa blanca en el mecate del balcón que asoma a la calle de Quemada. Blusas, ropa interior, calcetas, trapitos. Tú sabe, las mujeres, cuando están a solas. Canturreaba.
Las relaciones gato-persona no son menos enredadas y llenas de arañazos que las relaciones persona-persona; y luego, tratándose de este particular par de damas. Sencillamente, se habían dejado de frecuentar.
Babilonia, sedosa, de blancura plebeya y ojos como un sueño, de origen venía de la calle y a ella se tiraba. Gata de incidentes y sobrecogedores maullidos en alguna barda a las tantas de la noche en sus temporadas de celo y sexo.
Una vez vino a tener en casa de Casandra una camada. Se lograron todos, y se fueron rápido, sólo Babilonia, bien chupada de amamantar, supo a dónde.
Luego Casandra empezó a dejar su casa demasiado. La computadora ya no estaba. Es decir, estaba en otra parte. Y la gente moderna tiene su casa donde está su computadora.
En una mudanza de hombre, Casandra casi había mudado domicilio. Ahora usaba su vieja casa como escondite de retiro, para darse pausas de la vida que llevaba en otra parte, con gente y hasta gatos de otros edificios, en una zona de la ciudad que parece, de tan lejos, otra ciudad.
Babilonia sabe de eso. Que las calles no tienen fin, y es fácil perderse en una con tantito que te distraigas.
Se miraron, reconociéndose lentamente. Después de un titubeo, Babilonia pasó adelante y entró al departamento de Quemada, ahora más desangelado y de cortinas echadas que en otros tiempos.
Casandra dejó de tender y se dio vuelta, flexionando hacia atrás los brazos en un contoneo de danza exótica. Casi choca, qué raro, con un colibrí, que chupaba las campánulas dándose un banquete y hubo de salir vertiginoso hacia el balcón de arriba. Babilonia se le arrimó a la falda larga, untó su lomo hasta alcanzarle las piernas, y empezó a girar contra ellas.
Casandra se arrodilló. Le acarició la crisma con fuerza, como a Babilonia le gusta, y le dijo algunas palabras desconocidas, de las que las personas dicen a los animales sólo cuando están sin más presencias, y por eso nadie salvo ellos (en este caso, ellas) las conocen. No había ni leche que ofrecerle, pero Babilonia tampoco esperaba nada.
Babilonia se dirigió a su trono primario y exclusivo, el cojín hindú de la mecedora, pero encontró allí una caja de zapatos muy incómoda, así que saltó al reposet y lo encontró lleno de periódicos. Optó por la recámara y la cama, y entre ropas usadas y sábanas deshechas acurrucó su mullida gracia y maulló bajito anunciando una siesta, por los viejos tiempos, pensó Casandra que la seguía de cerca, contenta.
Se recostó junto a la bicha. Sintió las primeras pulgas de inmediato, pero no hizo caso, y retozó con Babilonia, tienes pulgas condenada bicha, a manotazos y arañazos hasta que las dos se quedaron dormidas en la reverberación de un ronroneo.
Despertó y trató de acordarse en qué se había quedado. Se encontró la camiseta negra y la falda con pelos de la gata. Los brazos desnudos y el ombligo lucían ya un rosario de ronchas. Se incorporó y salió al pasillo. Llovía.
¡La ropa!, y corrió al balcón y claro, chorreaba un tanto cuanto tiznada de smog, deja tú los calzones, la blusa de lino, otra vez a lavarla. Entonces le escurrió un fleco que la hizo parpadear.
¿Y Babilonia?
Y Babilonia, y Babilonia.