Thomas L. Friedman, premio Pulitzer de periodismo, fue corresponsal del New York Times en Beirut de 1982 a 1984. El relato de sus experiencias fue publicado en un libro fascinante que debería ser lectura obligatoria para todos los mexicanos, especialmente los que tenemos el infortunio de vivir en el Distrito Federal.
From Beirut to Jerusalem se inicia con el viaje del autor al aeropuerto internacional de Beirut: ``mi taxi, que avanzaba con mucha lentitud, fue detenido finalmente por un vehículo que nos impidió el paso. De pronto, cuatro individuos armados con pistola en mano arrastraron a un hombre en presencia de su mujer, que sollozaba en silencio con mirada de resignación. El secuestrado pateaba y luchaba con todas sus fuerzas con el terror reflejado en el rostro; sabía que nadie se atrevería a ayudarlo: esto era Beirut''. Sin embargo, la sorpresa de Friedman fue en aumento cuando su chofer prosiguió la ruta, como si nada, conversando sobre la familia y la política.
``¿Cómo se puede vivir en un país así?'', se pregunta el autor, ``¿de dónde sacan la fuerza moral para continuar?''. Sí, decididamente, el Beirut de esa época, como el México de la nuestra, era un país con muchas preguntas y muy pocas respuestas.
Para subsistir, los libaneses inventaron un complicado mecanismo de juegos psicológicos: el juego de la ``conspiración'', según el cual las agresiones les ocurrían a aquéllos que, por alguna razón, real o imaginaria, desafiaban al sistema. Y los culpables eran siempre algún funcionario público, los partidos políticos, la CIA o Henry Kissinger. También existía el juego de la ``racionalización'': las desgracias descendían inevitablemente sobre quienes vivían del lado equivocado de la calle o transitaban en automóviles llamativos en los barrios peligrosos; a los que desafiaban la voluntad divina divirtiéndose en la noche. El error era siempre culpa de la víctima; jamás se atribuía a la ausencia de un estado de derecho.
Algunos libaneses, como algunos de mis amigos mexicanos que se consideran inmortales, continuaban su vida normal confortados por el juego de las ``estadísticas'': entre tantos millones de habitantes es casi imposible que me toque la violencia. Por lo tanto, persistían en su vida nocturna, visitaban los barrios peligrosos y vivían del lado equivocado de la calle. De ellos dice Friedman que le recordaban el cuento del hombre que, como Venancio, subía a los aviones con una bomba en el portafolios para incrementar exponencialmente las probabilidades de que no hubiesen dos bombas abordo.
Lo malo es que ese tipo de entorno nos acostumbra paulatinamente a la violencia y los seres humanos se convierten en meras estadísticas. Después de los más despiadados actos de violencia, la pregunta obligada de los libaneses no era sobre los posibles responsables o el número de víctimas, sino sobre los efectos del incidente en el tipo de cambio. Y qué decir de la anfitriona de alcurnia que con el mayor desparpajo del mundo preguntó a sus hambrientos invitados al filo de la media noche: ``¿cenamos ahora, o esperamos el cese al fuego?''.
Nuestros recientes actos de violencia urbana han sido utilizados con fines de propaganda política. Para descalificar a un aspirante presidencial o para regocijarnos porque la muerte de dos militares acribillados sin clemencia a plena luz del día no haya tenido tintes políticos: ``se trató, afortunadamente, de un simple asalto''. El Líbano de los ochenta y el México en vísperas del nuevo milenio materializan al hombre en ``estado natural'' descrito por Thomas Hobbes en el Leviatán: gobernado por la ley de la selva y convertido en lobo del hombre. En un entorno en donde no hay lugar para la industria, la cultura o el comercio; donde dejan de florecer las artes, las letras y la vida en sociedad, y el hombre vive presa del temor por el constante peligro de una muerte violenta.
La esposa de un acaudalado amigo libanés me comentó recientemente que las cosas no han cambiado mucho. Continúa la violencia, dijo, ``pero nosotros vivimos en una colonia muy exclusiva, cercada y protegida por un ejército privado''. Y añadió con un guiño picaresco, ``aún podemos viajar a París para divertirnos e ir de compras''. Bueno, me dije, los ricos mexicanos tienen muchas más opciones: Houston, San Antonio, San Diego, y de vez en cuando, Nueva York.