COLOMBIA: VIOLENCIA Y CRISIS
Colombia vive actualmente un trágico calvario. Se combate sangrientamente en las cercanías de su capital, Bogotá, y los cadáveres de los soldados y guerrilleros caídos en acción parecen indicar que ninguno de los dos bandos toma prisioneros, y que ambos ultiman a los heridos. El Estado ha dejado, además, de controlar una parte considerable del territorio del país y la llamada violencia, que en otros tiempos fue endémica, se potencia ahora gracias a intereses no demasiado ocultos, como los de los cárteles de la droga o los de Estados Unidos.
A la intransigencia de unos rebeldes que sólo hacen hablar sus armas -pese a la proximidad de una nueva ronda de conversaciones de paz- y evitan proponer un programa o un modelo de futuro, se le opone el salvajismo de las bandas paramilitares, y el odio mutuo hace las veces de un aglutinante político tanto para unos como para otros, mientras el país se empantana en un lodazal sangriento.
Con todo, la guerrilla contaría con un menor margen de actividad si no fuera por la cerrada actitud de las fuerzas armadas y de las bandas paramilitares y, sobre todo, por la desocupación (que oficialmente alcanza a casi 20 por ciento de la población económicamente activa), por la devaluación de la moneda colombiana (que castiga a vastos sectores), y por el plan de ajuste estructural impuesto por el Fondo Monetario Internacional (que aumentará los despidos, las privatizaciones, la desocupación entre la burocracia), entre otros factores. El ex presidente liberal Adolfo López Michelsen acaba incluso de poner su grano de arena al debilitamiento del actual gobierno, al criticar sus negociaciones de paz con los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y, al mismo tiempo, advertir sobre la posibilidad de una explosión social en las ciudades, pero sin ofrecer alternativas formales y creíbles, ni a las tratativas de pacificación, ni a la política económica y social.
Y aunque se combate a unos 25 kilómetros de la capital, no parece claro que las FARC puedan derrotar en este momento a las fuerzas militares, ni que logren concitar el suficiente apoyo popular como para vencer a un ejército aún sólido y numeroso. Es muy probable, por lo tanto, que las FARC pretendan conquistar posiciones para negociar en una mejor relación de fuerzas y para dividir a sus opositores entre los recalcitrantes y los extremistas, repudiados por la población que quiere paz, y los negociadores, triplemente debilitados por su sumisión al FMI, por su desencuentro con los militares y por los golpes de los guerrilleros.
Nadie, sin embargo, parece preocuparse por los pobladores de las zonas de combate, por los civiles inermes, que son las víctimas de siempre. Sólo un gobierno fuerte y respetado podría negociar la paz y vencer las intransigencias de las FARC y de todos los que pescan en río turbio y, al mismo tiempo, de los paramilitares y de sus aliados institucionales. Pero para obtener fuerza y respeto, el gobierno colombiano debería demostrar, no sólo disposición hacia la paz, sino independencia del capital financiero internacional y preocupación por el desarrollo social de su país, y debería romper los lazos aún fuertes con los terratenientes y las oligarquías, que no piensan en los efectos sociales de la devaluación ni del ajuste estructural.
La llamada ''cuestión militar'' requiere una solución exclusivamente política, y ésta exige otra orientación económica para que se pueda proponer una tregua efectiva y, sobre todo, para que en Colombia sea posible emprender la reconstrucción institucional, económica y social indispensable para crear las condiciones para la paz.