El ritmo de la política democrática y representativa se acelera, y sus alcances parecen ampliarse a medida que sus principales actores, los partidos y el gobierno, apuran los tiempos de sus decisiones fundamentales. Si se pudiesen proyectar estos tiempos y ritmos, bien podría decirse que a mediados del año que entra todo será política " de la buena", la que se resuelve en urnas, votos, candidatos y programas.
El estado de México y el triunfo del señor de las ratas no descalifica este proceso alentador, pero al igual que lo ocurrido en Nayarit obliga a ponerle pies de página y a buscarle otros calificativos a la democracia. El que un señor enemigo de los derechos humanos gane una elección tan importante como la mexiquense, no descalifica en lo esencial el mecanismo representativo, pero debería llevar a más de un demócrata a revisar las convicciones formalistas que, por otro lado, son inherentes al credo democrático.
En el mismo sentido, también podría decirse que el triunfo de un millonario desfachatado en Nayarit, cuyo éxito económico parece indisociable de su participación en anteriores gobiernos del PRI, obliga a los que postulan la alternancia como la prueba de ácido del cambio democrático, a revisar sus criterios de evaluación política y a hacerlos menos unívocos, más detallados a la vez que complejos. La gran alianza no tiene aquí, debía ser evidente, ribetes bíblicos.
En la Ciudad de México, la ciudadanía simplemente se abstuvo y si ello es susceptible de interpretación sería, habría que decir, en clave optimista, que fue por esa vía que decidió afirmarse como tal, como ciudadanía moderna: aquí sí que ni verbo ni complemento pueden arrojar una oración democrática; sólo la evidencia de que ni mayorías ni minorías políticas, ambas en flamante estreno, se preocuparon por estar a la altura de las elecciones de julio de 1997. Para la participación social prometida y reclamada, sólo hubo esta vez equívocos cauces por lo que no podía transitar sino la abstención.
Más allá de las cifras y sus significados, de los silencios electorales y de los ecos del pasado que se volvieron música de banda, cumbia y salsa en los territorios de la gran zona metropolitana, están los otros adjetivos de los que hay que echar mano, ahora y mañana, para calificar no sólo a la democracia sino al país en su conjunto. México corporativo, bronco, irregular; México joven e impetuoso, pobre y desigual; urbano pero también neciamente rural; moderno a la vez que tan desigual como lo vio el Barón de Humboldt.
Los adjetivos califican y descalifican, pero son indispensables para darle realidad y realismo a la forma de gobierno que se quiere para nuestro futuro. Sin ello, la democracia es caja vacía que sólo se llena mediante el ejercicio del poder fáctico y no, como piensan algunos, a través del derecho y el mando de la constitución. Sin incorporar mediaciones y matices, rasgos distintivos y pecualiaridades profundas, la construcción democrática será siempre endeble y el pensamiento político moderno de los mexicanos quedará en la epidermis del lugar común o la frase célebre. El apotegma que vende millones.
La política democrática lleva hoy la mano, y a pesar de todo lo confirmó el domingo pasado, pero las otras políticas, las de antaño y las que la modernización ha hecho surgir como ciclones intempestivos, siguen aquí entre nosotros y no cejan en su labor de dique y corrosión. Ni Nayarit ni el estado de México pudieron dar muestras de que dejamos atrás, en serio, esas prácticas y esos atavismos que nutrieron el pasado de cinismo festivo en que se convirtió la política revolucionaria.
Se habla ahora con insistencia de blindajes económicos y competencias bienhechoras, que darán solidez al intercambio político abierto y alimentarán y enriquecerán el debate vital que sostiene a la discusión hecha gobierno. Pero ni blindaje ni competencia podrán probarse suficientes, si falta el compromiso primordial con lo que está en el fondo del juego y pocos parecen dispuestos hoy a poner sobre la mesa: un ejercicio renovado del poder, que responda sin vacilar al reclamo de justicia social y orden legal que se ha hecho a un lado, ante la inclemente marcha de los locos.
Mientras tanto, los millonarios ofrece migajas desde el poder ganado en las urnas y los del PRI se pelean por 40, 50, Ƒcuántos? millones. Una feria de vanidades que no acerca al país al terreno de las responsabilidades fuertes y nuevas que exige el cambio político. La erosión democrática... sin democracia ni demócratas.