Angeles González Gamio
Abrir los ojos y el corazón

Defecto de los humanos es acostumbrarse a las personas y a las cosas, y ya no apreciar sus cualidades. Esto viene al cuento porque la mayoría de la gente camina cotidianamente por lugares en los que hay construcciones maravillosas y no las ven. Esto sucede diariamente en el Centro Histórico de la Ciudad de México, uno de los sitios que tienen más edificios catalogados por su enorme valor artístico, y, sin embargo, los transeúntes se fijan en los comercios, los ambulantes, la basura, el tráfico y rara vez voltean la mirada hacia arriba para deleitarse con los edificios, iglesias y casonas, que además reflejan nuestra historia, pues la hay de todas las épocas y estilos.

Hoy vamos a hablar de un caso particular: el sagrario de la Catedral Metropolitana, una autentica joya de piedra exquisitamente labrada, frente al que muchos pasamos frecuentemente, y ya no le echamos ni una mirada de reojo. Este recinto se construyó 200 años después de que se inició la catedral, que fue la segunda. La primera, muy simple, se edificó al poco tiempo de la conquista.

El autor fue el arquitecto andaluz Lorenzo Rodríguez, quien se inició como carpintero ųseguramente ebanistaų, lo que quizás explica el tallado de la piedra, que más pareciera madera por lo fino del labrado. Su construcción se inició en 1749 y concluyó en 1760, época del apogeo del barroco. Los materiales fueron los característicos de ese estilo en la ciudad de México: el tezontle color vino y la elegante cantera plateada.

En la fachada que da a la Plaza de la Constitución se puede admirar a los 12 apóstoles, esculpidos en los espacios de las cuatro columnas estípite, creación mexicana, con forma de pirámides invertidas, truncas en la base, de las que se dice que semejan el cuerpo humano. Otros participantes de este festín pétreo son los padres de la Iglesia, algunos santos fundadores de órdenes, mártires, santos y santas y como detalle original dos blasones: uno con el león rampante y en el otro el águila mexicana.

En la impactante portada no hay un solo espacio que no esté labrado. Entre las múltiples formas que la decoran, hay repisas de nichos de formas caprichosas, paños flotantes y rozagantes querubines. También tienen su lugar las frutas, entre las que sobresalen racimos de uvas, símbolo del vino transformado en sangre de Cristo y las granadas, que representan a la Iglesia.

Las flores no podían faltar; con exuberancia irrumpen el encaje de piedra; margaritas, rosas, botones y flores de cuatro pétalos, de gran semejanza con los chalchihuites indígenas, lo que nos habla de las manos que con infinita paciencia y cuidado, herederas de la maestría de sus antepasados prehispánicos, tallaron estas piedras en forma maravillosa, dejando su huella ancestral. Esto se ve también en los penachos que coronan las cabecitas de los ángeles. El sentido de este programa escultórico es la exaltación de la Eucaristía, dado que en este lugar, permanentemente se adora al Santísimo. Asimismo, presenta temas del Antiguo Testamento, como el sacrificio de Isaac, y de la Nueva Escritura, como el bautismo de Cristo.

La fachada que ve al oriente no tiene este grado de magnificencia; sin embargo, no desmerece, compartiendo la profusión de imágenes y la exquisitez del trabajo. Aquí se alternan figuras del Antiguo Testamento con devociones comunes a la época. No es exagerado afirmar que ambas portadas podrían ser retablos, de esos cubiertos de oro, que todavía adornan muchos templos, comenzando por la propia catedral.

El interior es de cruz latina, unida por uno de sus brazos al edificio principal. En sus cuatro esquinas están instalados el bautisterio, el cuadrante, habitaciones para los presbiterios y la notaría, ya que hay que recordar que aquí se imparten los sacramentos y se lleva el registro de los feligreses. En el centro del crucero luce airosa la hermosa cúpula; por lo demás, la iglesia con su decoración neoclásica sin gracia, no tiene mayor atractivo.

Seguramente esta pieza de excepción que es el Sagrario Metropolitano, patrimonio de todos los mexicanos, lucirá con más esplendor su belleza en el nuevo Zócalo, que próximamente se comenzará a realizar, de acuerdo con el proyecto que ganó en el concurso celebrado hace unos meses. No cabe la menor duda de que la gran plaza del país, merece entrar al nuevo milenio con un rostro renovado.

Cómo se renueva uno con un caldito de camarón, seguido de un buen cabrito o šconejo!, que es la novedad en el tradicional bar Sobia, en la calle de Palma 40, que desde hace 50 años conserva calidad y precio y el gentil detalle de la botana de taquitos de carne, el caldo y al final unos digestivos besitos de ángel, para acompañar el café.