MAR DE HISTORIAS
La ópera del hambre
* Cristina Pacheco *
Aquellos eran de verdad otros tiempos. Sé de lo que hablo porque lo viví. Fuimos siete hermanos. El nacimiento de cada uno hacía más pobre al anterior, pero todos sobrevivimos. Eso prueba que en otras épocas los niños sí venían al mundo con una torta bajo el brazo. Que me caiga un rayo si miento al decirle que, cuando menos algunos fines de semana, nos hartábamos de alimentos muy ricos y variados.
Lo que acabo de contarle puede prestarse a confusiones que empañen la memoria de mis padres. Como no hay nada que me disguste más, le precisaré nuestro origen y situación familiares. De lunes a lunes éramos miserables. Nuestra casa nunca pasó de ser obra negra ni rebasó los dos cuartos que compartíamos nueve personas. Dos adultos ųpadre y madreų y siete escuincles.
Como se dice vulgarmente, nacimos en escalerita. Mi madre cumplió más que de sobra con la naturaleza al darle un hijo por año hasta que se lo impidió el asalto de que fue víctima mi padre. El salía a trabajar en la madrugada. Un viernes lo sorprendieron dos tipos. Le quitaron tres pesos, su costal y "la sustancia".
Mi padre murió a los 72 años, fiel a su oficio de pepenador y tan completo como vino al mundo. Según los rechinidos nocturnos que salían de su camastro, todos sus hijos fuimos testigos de que se portaba como todo un hombre con su mujer. Lo que le arrebataron en el asalto fue la tranquilidad, "la sustancia".
Debido a eso el vientre de mi madre quedó plano por el resto de su vida. No diré más. No es fácil hablar de estas cosas, y menos con desconocidos. No quiero traicionar una intimidad conyugal que nos involucraba a todos, hasta a mi hermanita menor, Clotilde.
II
Clotilde acaba de cumplir 48 años. Aunque somos los únicos sobrevivientes de la familia, la visito poco. Cuando lo hago nadie comprende que sólo nos sentemos a escuchar lo que mi cuñado llama "música de iglesia", o sea la buena música. A Clotilde y a mí nos recuerda la época en que aún éramos nueve de familia y en el barrio se nos conocía como "El Escuadrón Migajita".
Mi padre nos apodó así mucho antes de que empezáramos a trabajar en las casas. Se le ocurrió una de las poquísimas veces en que pudo comprarnos pan dulce. Nos lo acabamos todo en un momento y después nos humedecimos con saliva los dedos para pescar las migajitas regadas en la mesa.
III
Con todo y que éramos bien pobres nunca dejamos de ir a la escuela. Al principio los compañeros nos despreciaban por ser hijos de un pepenador. Empezaron a mirarnos de otro modo el día en que llevamos de lonche alimentos casi buenos y hasta medio raros: hojaldras, volovanes, mediasnoches. Ellos jamás habían visto nada semejante.
No vaya usted a creer que robábamos esos alimentos como lo hacen ahora algunas gentes que, ya ve, se meten a los supermercados, a las pollerías, y sacan todo lo que pueden. Nosotros jamás lo hicimos: lo ganábamos todo a pulso o, mejor dicho, a diente. Nuestro trabajo consistía en ir a las casas de donde nos llamaran y comernos lo que estuviera a punto de echarse a perder.
IV
Visto desde fuera, nuestro trabajo podría considerarse repugnante o vergonzoso. Lo cierto es que a todos nos resultaba muy agradable y satisfactorio en dos sentidos: el estrictamente alimenticio y el moral. Imagínese lo que significaba para siete chamacos lombricientos saber que ya no eran una carga para sus padres y además le hacían un bien a la comunidad. Solicitaban nuestros servicios gente de las colonias nuevas, señoras que deseaban tener limpios la conciencia, la cocina y hasta el refrigerador, si lo tenían.
Nuestro negocio empezó por mera casualidad. Una tarde en que acompañamos a mi mamá a entregar una ropa que había lavado vio que su patrona dejaba en la banqueta un periódico lleno de tortillas duras, pan viejo, restos de guisado. "Siempre pongo allí mis desperdicios para que alguien se los coma. No tengo dónde guardarlos y no quiero que la cocina se me llene de cucarachas".
No me da vergüenza decirle que en cuanto nos quedamos solos mi madre, mis hermanos y yo nos abalanzamos para ver cuáles desperdicios podían ser comestibles. La patrona salió y le propuso a mi madre que los viernes por la tarde nos mandara a su casa para que comiéramos, "como gente, en la mesa", lo que le hubiera sobrado de la semana.
V
El viernes siguiente le hicimos tan buen trabajo a la señora que se corrió la voz incluso entre las que tenían refrigerador y enseguida nos llamaron de otras partes, hasta de un salón donde se festejaban bodas y quince años. šQué no comimos entonces! Al principio íbamos a las casas empujados por el hambre, después le seguimos por otro motivo.
Cuando terminábamos de comer le echaba un vistazo a la cocina y salía de allí contento de saber que, gracias al "Escuadrón Migajita", quedaba tan limpia como la conciencia de las amas de casa. Deben de haber creído que al permitirnos comer sus desperdicios construían otro escalón para subir derechito al cielo.
VI
Entre nuestras muchas benefactoras Clotilde y yo recordamos especialmente a una. Se llamaba Danila. Era calva, de ojos verdes, con labios delgados como rendija y una barbilla salida como la de Popeye. Vivía sola en una casa enorme, de paredes altísimas. Alrededor del patio estaban los cuartos. El último era la cocina blanca y limpia como sala de operaciones.
Nosotros, que andábamos siempre zaparrastrosos, debemos de habernos visto allí como enjambre de moscas sobre pastel de bodas. Sin embargo, a la señora Danila nunca le molestó nuestro aspecto. El único requisito era que nunca llegáramos después de las cinco de la tarde, hora en que ella empezaba a escuchar las óperas trasmitidas por la XELA.
Nunca olvidaré el primer domingo en que fuimos a su casa. Danila nos llevó de prisa a la cocina, abrió el refrigerador, dijo: "Aquí tienen". Eran muchísimos restos para una mujer sola. Luego, sin preocuparse de cómo íbamos a organizarnos para devorarlos, fue a sentarse a la sala y prendió el radio.
Cuando oímos la música y los gorgoritos que hacían los cantantes de ópera nos echamos a reír. ƑCreerá que le importó a la señora Danila? Para nada. Ella siguió metidísima con su música. De vez en cuando les hacía segunda a los cantantes o levantaba las manos como si estuviera dirigiendo la orquesta. Lo más chistoso era cuando, al final de una tanda de gorgoritos, aplaudía y con la mirada nos obligaba a imitarla. Las tardes que al principio sólo nos parecían importantes por la comida se nos volvieron muy hermosas porque aprendimos a disfrutar la música.
Un domingo nos abrió la puerta un hombre relamido. Estaba esperándonos: "Mi tía dijo que pasaran a la cocina". Obedecimos. Mientras poníamos en la mesa los restos de comida, el sobrino fue a sentarse en la silla de su tía. Me pareció un abuso y pregunté por la señora Danila. "La pobre guardó cama miércoles y jueves. Estuve todo el tiempo con ella, hablamos mucho, me contó de ustedes. Murió el viernes".
Sin fijarse en cuánto nos entristecía la mala noticia, el relamido prendió el radio, pero al escuchar la música cambió de estación. En ese momento, sin Danila y sin su ópera, volvimos a ser lo que éramos en las otras casas: devoradores de basura.