La Jornada Semanal, 11 de julio de 1999
Este 14 de julio, Eduardo Lizalde alcanzará los 70 años, después de configurar -de un modo que parece inevitable, con una limpieza de matemático y no sin brusquedades- una poderosa elocuencia, como corresponde a quien escogió como emblema no tanto la figura del tigre (lugar común repetido de una manera ociosa), sino la relampagueante ferocidad de un escéptico espíritu altivo que no habíamos visto antes, salvo en el soberbio Salvador Díaz Mirón. Eduardo Lizalde marcó el inicio de su aventura cuando tenía la fresca edad de veinte años, ya que él mismo ha indicado como punto de partida de sus versos -a pesar de todos los escrúpulos y reconcomios en Autobiografía de un fracaso (1981) y de acuerdo a la reunión de su obra en Nueva memoria del tigre (F.C.E., México, 1993)- algunos fragmentos ``De `14 poemas microscópicos''', donde encontramos el premonitorio y digno de atención minipoema ``El fuego/paladeaba el bosque/y lo encontraba de su gusto''; y el menos ardoroso pero no menos apreciable: ``Disecaré/tu beso verde/en las hojas/de un libro''. Ambos datan de 1949 y ambos muestran aptitud poética; asimismo, ambos revelan -en embrión- el nervio, la exactitud y la multiplicidad de sentidos de esta obra.
Sobre Eduardo Lizalde se han vertido opiniones dispares. Como todo mundo sabe, no fue incluido en Poesía en movimiento (1966) y tampoco en La poesía mexicana del siglo XX (1966) de Carlos Monsiváis. En el plano internacional, no formó parte de la selección esencial Antología de la poesía hispanoamericana moderna (1993) coordinada por el admirado poeta venezolano Guillermo Sucre. En una aproximación cuestionadora, en el famoso texto ``Recuento de un año antológico'' (Leer poesía, 1999), a propósito de Cada cosa es Babel (1966), Gabriel Zaid se preguntaba: ``¿Qué milagro hay en esos dos versos de Pessoa puestos como epígrafe... que los cientos de versos de Lizalde no logran provocar?'', reproche tremendo al que Lizalde respondió, también en términos tremendos, con un poema de corte epigramático, ``A un censor escrupuloso''. En una operación de balance realizada mucho más tarde, en el ``Postescriptum'' a Poesía en Movimiento (Generaciones y semblanzas, 1994), Paz arrancaba precavida y sintomáticamente de la cada vez más disputable Cada cosa es Babel y apuntaba del autor de ``El sexo en siete lecciones'': ``Unos años antes de la publicación de Poesía en movimiento era conocido por un libro inteligente y, al mismo tiempo, sensible: Cada cosa es Babel (1960, (sic)). Diez años después, en 1970, publicó El tigre en la casa. Fue el año de su aparición, en el sentido fuerte de la palabra: la aparición de un poeta verdadero tiene algo de milagroso.'' Octavio Paz reconoce méritos en Cada cosa es Babel, pero no lo rescata del purgatorio, de la condición de texto interesante pero discutible. Por otro lado, el propio Lizalde, al recordar sus primeras incursiones y su militancia poeticista así como el afán de inteligibilidad lírica absoluta, expresó en forma lapidaria: ``El poeticismo era, más que un proyecto ignorante y estúpido, un proyecto equivocado, que se salió de madre a destiempo.''
Sin dejar de lado las observaciones críticas anteriores o más bien a pesar de ellas, los poetas mexicanos nacidos después de 1940 han asumido la obra de Lizalde de un modo menos suspicaz y, quizá por ello, de una forma más decidida. En un breve y sustancioso ensayo -``Eduardo Lizalde: la flexibilidad del tigre'' (Señales en el camino, 1983)-, después de sopesar con prudencia las cualidades de Cada cosa es Babel, Marco Antonio Campos saltaba sin temores a la siguiente afirmación: ``El tigre en la casa es un libro que pondría sin titubeos junto a aquellos textos sin los cuales no es posible hacerse una gran idea de la poesía mexicana...'' En el mismo tenor, pero de un modo más silvestre, en ``Lizalde, poeta para jóvenes'' (Peces del aire altísimo, 1993), Vicente Quirarte escribió: ``...el tigre que tensa, con su aterradora simetría, las cuerdas de una de las poesías de mejor y más alto timbre entre nosotros''. En un artículo entusiasta pero al mismo tiempo ríspido, ``Lizalde: la poética de lo irresistible'' (Diálogo, 1994), Evodio Escalante arriesgaba un análisis más complejo y también más polémico. Allí, al sostener que el desarrollo de la obra de Lizalde avanzaba ``(d)e la cresta innovadora al abismo epigonal de la repetición'' y al darle al poeticismo una importancia mayor a la atribuida hasta entonces, Escalante consideraba la primera fase de la obra de Lizalde dominada por un ``vanguardismo progresista'' y veía en Cada cosa es Babel la expresión de una ``superconciencia poética'', originada en el poeticismo. En la segunda fase, según Escalante, ``este triunfalismo desaparece''. Y añadía ``No tiene (Lizalde) ya nada nuevo que ofrecer. Por eso comienza a moverse adentro de los límites de la parodia.''
Así, la cada vez más conocida obra poética de Eduardo Lizalde no ha dejado de ser objeto de contradicciones. Sin embargo, hoy por hoy, desde la perspectiva de la poesía mexicana actual, para ortodoxos e iconoclastas, la poesía de Lizalde -con escasa difusión en el plano internacional- representa La Poesía. Y esto es verdad, pero a condición de comprender que la originalidad de esta escritura proviene de asumir sin complejos un anacrónico espíritu altivo que va mucho más allá, sin desconocerlos, de los prestigios modernos y que ha creado una ilusión de contundencia clásica. En la línea de rigor de la mejor poesía mexicana, Lizalde se ha mantenido en una actitud tenaz. En Periódico de Poesía, en una entrevista (``Las andanzas del tigre'', 1993) realizada por Daniel Sada, Lizalde afirmó -sin complacer a los melifluos ni a los histéricos de aquí y de allá- la necesidad de mantener, contra todo, la intransigencia del creador.