La Jornada Semanal, 11 de julio de 1999
"El gobierno argentino busca la más absoluta transparencia'', dijo el Ministro de Relaciones Exteriores, Dr. Guido Di Tella, en la ceremonia de apertura de la sesión plenaria de la Comisión de Esclarecimiento de las Actividades Nazis en la Argentina, realizada en la ciudad de Buenos Aires, en noviembre de 1998, para presentar los resultados de las investigaciones realizadas sobre distintos aspectos de la actividad nazi en la Argentina. ``No se crea una comisión como CEANA sólo por un puñado de nazis'', fue el comentario de un cazador de nazis ante la cifra confirmada de unos 150 que llegaron a las costas argentinas, cifra que seguramente aumentará. El comentario dejó fuera otras dimensiones de la CEANA, como la que anotamos en este trabajo.
Cuando se nos pidió que exploráramos el impacto del arribo de criminales nazis y de sus cómplices de otros países europeos en la cultura argentina, mi colega Leonardo Senkman (Universidad Hebrea de Jerusalén) y yo, asistidos por Fernando Degiovanni (Universidad de Maryland, College Park), generamos un minucioso informe sobre su presencia y registramos el elocuente silencio de muchos escritores sobre este tema. Sin cuestionar la innegable importancia de la precisión con respecto a cuántos nazis y criminales de guerra entraron en Argentina con aprobación oficial o bajo una mirada cómplice, afirmé durante la reunión que Argentina enfrentaba un problema cultural y no sólo una real y necesaria comprobación de los nazis y colaboradores admitidos en el país. Las cifras, grandes o pequeñas, no alterarán la reputación de Argentina como albergue nazi. Fue, después de todo, el sitio elegido para refugio o tránsito de Eichmann y otros criminales, y éstos se diferencian, por cierto, en la dimensión internacional de científicos, como el colaboracionista Werner von Braun, integrado al programa espacial estadunidense.
Concentrarse en el legado cultural de los nazis no implica minimizar las perturbadoras políticas argentinas durante la Guerra sino, más bien, desplazar el énfasis hacia su impacto actual. Es de fundamental importancia revisar finalmente los registros históricos de quiénes, cuántos y por qué medios los nazis llegaron a esta tierra. Desde mi punto de vista, es aún más importante analizar el penetrante papel de las ideologías nazi y fascista practicadas tanto por la Nación, por sus Fuerzas Armadas y por líderes políticos que se adhirieron a causas nacionalistas, como por sectores de la sociedad argentina propensos a la violencia y a apoyar regímenes autoritarios. Este último aspecto en particular, es esencial para los análisis de la última dictadura argentina (1976-1983), régimen de terror cuyas tácticas han sido justificadamente calificadas de nazis.
Las referencias a la ideología fascista y a las marcas del autoritarismo en las letras argentinas están inextricablemente ligadas a los gobiernos de facto que abarcan poco más de medio siglo (1930-1983), con algunos interludios de gobiernos civiles democráticos. Referencias estrictamente literarias al nazismo y a los colaboradores nazis que encontraron refugio en Argentina son menos frecuentes, fundamentalmente porque otros motivos han sido dominantes y, en parte, porque un tácito pacto de silencio encubrió su presencia en la vida cotidiana. Erupciones antisemitas de mayor o menor intensidad fueron consideradas tanto por el gobierno como por los líderes de la comunidad judía como ajenos a los valores nacionales y, en general, adscritas a influencias extranjeras que se apoderaron de grupos marginales de la juventud descaminada. Actividades sustantivas de grupos de derecha como ``Guardia Restauradora Nacionalista'' y ``Tacuara'', que comenzaron hacia fines de los años cincuenta, así como las organizaciones de similar calaña surgidas en años subsiguientes, desmienten cualquier noción que omita las fuertes conexiones locales.
La población en general, con raras excepciones, rutinariamente ignoró o condenó de manera superficial las agresiones a ciudadanos judeo-argentinos, sinagogas, escuelas y asociaciones cooperativas; para los miembros de la comunidad judía eran tema de protesta y, en último análisis, una cuota cargada a la integración en una sociedad libre, un precario equilibrio tendido entre derechos ciudadanos y la identidad de una minoría, entre la protección legal y convenientes lapsus de memoria civil y comunitaria.
Como nos recuerda la voz de la secuencia final de la película Pobre mariposa, la muerte de una famosa locutora de radio, ocurrida el 16 de octubre de 1945, por poseer una lista de criminales nazis alemanes y croatas producida por su padre, fue olvidada. La lista incluía a los que se habían asentado en el país así como a otros que, se supo después, se habían suicidado al final de la guerra o se refugiaron en otros países latinoamericanos. Cuarenta años más tarde, esta película de Raúl de la Torre, filmada en 1985 sobre un guión de Aida Bortnik, se refiere a la complicidad de los militares que articularon catolicismo y nacionalismo, junto a la de un alto funcionario del Ministerio del Exterior, teniendo como telón de fondo la derrota de la Alemania nazi. El final de una era desemboca en los días de gloria del movimiento peronista mientras los leales a Perón apalean a socialistas y anarquistas, mientras la música de Lionel Hampton y Deutschland über Alles comparten trémulas ondas de la radiofonía nacional, y mientras los líderes de la comunidad judía discuten cuáles son las medidas apropiadas que deberán adoptar para que los sobrevivientes del holocausto puedan ser admitidos en la Argentina. Al hilar los años cuarenta con los ochenta, es decir el final de la dictadura con el proceso de redemocratización bajo la presidencia de Raúl Alfonsín, el filme apela a los recuerdos que deben ser desenterrados e incorporados en la conciencia de la nación. Dejando de lado cualquier motivación política respecto de la creación de la CEANA en el contexto de los atentados no resueltos contra la Embajada de Israel y el edificio de la AMIA, la verdad sobre la infiltración nazi puede ser analizada como parte de un ejercicio educativo.
Es un lugar común recordar la vasta, y a veces libre, circulación de panfletos nazis y de libros producidos por sus simpatizantes tanto alemanes como argentinos. La editorial Durer Verlag, por ejemplo, lugar de encuentro de los fugitivos nazis desde 1947, lanzó la revista Der Weg (Revista de cultura y reconstrucción), que en dos años quintuplicó su tirada inicial de 2,000 ejemplares, parte de la cual era distribuida fuera de Argentina. Publicaciones de extrema derecha y ultra católicas se fusionaron a menudo con ideología nazi para dar rienda suelta a expresiones antisemitas y protestar contra los extranjeros, cuya sola presencia mancillaba la pureza del suelo argentino. Entre otras estaban Criterio (1928-1975, dirigida por Jorge Mejía); Cabildo (que comenzó en 1942 y tuvo un segundo periodo de 1973 a 1975) y El Pampero (publicada entre 1939 y 1944 con el franco apoyo de las embajadas de Italia y Alemania). Varias editoriales -La Mazorca, Milicia, Continente Indoamericano, Movimiento Nacional Socialista, Confederación Nacionalista Argentina, entre otras- publicaron, algunas bajo la forma del revisionismo histórico, panfletos de producción local y un amplio espectro de literatura antisemita, que iba desde Los protocolos de los sabios de Sión hasta Mi lucha, títulos que siguen siendo publicados en la actualidad. Las novelas de Hugo Wast (Gustavo Martínez Zuviría, 1883-1962) El Kahal (1935) y su continuación Oro, son textos ideológicamente identificados con las publicaciones mencionadas; para 1954 ya habían vendido veinte ediciones y podían encontrarse a través de respetables distribuidores de México, Chile y España.
La existencia de un amplio público lector junto a la libre circulación de materiales firmemente anclados en las ideologías nazi y fascista -particularmente durante los regímenes autoritarios que asolaron la Argentina- suscitan interrogantes sumamente incómodos. Desde un punto de vista antropológico y cultural, así como desde todo planteamiento que concierne a la construcción de la ciudadanía, es alarmante la insidiosa penetración de estas ideologías extremistas y sus secuelas de represión e intolerancia en el entramado social. En este sentido, el número de cómplices locales y la dimensión de sus actividades de alguna manera exceden la importancia de los criminales fugitivos; hasta cierto punto, son ellos los que condicionan el futuro de la nación. Históricamente, el nazismo pertenece a un espacio y a un tiempo preciso del pasado; culturalmente persiste en sistemas que privilegian la violencia, la represión, la xenofobia en regímenes propensos a una concepción del mundo que demanda y justifica el terrorismo de estado.
Los lectores de Jorge Luis Borges saben de su interés por la cultura germana y de sus intentos por comprender la emergencia del nazismo. Numerosos artículos publicados en la famosa revista Sur, fundada por Victoria Ocampo, reflexionan sobre este tema. Firmemente antinazi, con frecuencia Sur incitó a que Argentina abandonara su neutralidad y se uniera a los Aliados. La seria y militante preocupación expresada por importantes intelectuales antifascistas del campo intelectual argentino también se encuentra en el relato de Borges ``Tlon, Uqbar, Orbis Tertius'' -el primero de Ficciones, que prevé el universo bajo un régimen totalitario y fue escrito cuando las tropas alemanas parecían al borde de la victoria. ``El jardín de los senderos que se bifurcan'', ``La muerte y la brújula'' y ``El milagro secreto'' también elaboran el motivo de la supervivencia individual a través de la tradición y de la producción literaria en un espacio devastado. En el contexto de este trabajo, que se centra en los años de la posguerra, el ``Deutsches Requiem'' de Borges -publicado primero en Sur (febrero de 1946) y luego incluido en El Aleph (1957)- es de particular importancia, puesto que puede ser leído como la preocupación de Borges (y la de Sur) por las alianzas y las prácticas políticas de Perón.
En vísperas de su ejecución, el criminal nazi Otto Dietrich zur Linde medita sobre el significado de sus actos que liga al destino de la Alemania nazi, a una nación sacrificada para inaugurar una nueva era de violencia. Dice: ``El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe da la espada...'' Como Borges sugirió en su profético ``TlonÉ'', ``Deutsches Requiem'' confirma que aun en la derrota el nazismo ha triunfado, pues la violencia se ha tornado el orden imperante. En rigor, mientras que el régimen nazi está históricamente fijado, se ha transformado en una metáfora de la barbarie, una doctrina por la cual se debe morir en tanto su misma existencia cancela la opción de la vida.
El interés de Borges por la cultura y la historia germana tiene que ser leído, como se sugirió antes, como un contrapunto (una imagen especular, tal vez) de la cambiante marea política argentina de mediados de los años cuarenta. El temor de Borges por la llegada de Perón al poder y por la presentida intromisión del estado en la vida de los individuos, debe ser considerado junto al temor frente a las prácticas comunistas y nazis; para Borges, todas están bajo la égida del totalitarismo. Fiel a su exaltación por la sobrevivencia literaria, Borges encuentra solaz en el frecuentemente mencionado individualismo argentino como una reserva de energía ante cualquier intento de cercenar la libertad de expresión.
Ernesto Sábato, designado por el Presidente Raúl Alfonsín para presidir la Comisión Nacional por la Desaparición de las Personas (CONADEP), expresó su preocupación sobre el ``fascismo alemán'' y el antisemitismo en su primer libro de ensayos, Uno y el Universo (1945). Allí se refirió al potencial y real surgimiento del fascismo en términos de la barbarie espiritual que generan el odio nacionalista, la esclavitud del alma y del cuerpo, la demagogia y la guerra. En términos más apocalípticos, más tarde desarrolló estos motivos en la novela Abaddón el Exterminador (1974). Fue finalmente en los años ochenta que Argentina aprendería las letales dimensiones que había adquirido bajo la Doctrina de Seguridad Nacional aplicada por los generales como consecuencia del caótico retorno de Perón al poder en 1973. Mientras la perspectiva de Sábato era histórica, sus argumentos se concentraron, como los de Borges, en las especies domésticas del fascismo. Condenó abiertamente a Perón por sus vínculos con los criminales nazis, Eichmann entre ellos. Tal vez no debería haber sorprendido tanto que -con muy pocas excepciones, como el memorable relato de Abelardo Castillo, ``Macabeo'' (1961)- la captura de Eichmann en 1960, por comandos israelíes, generara un debate mucho mayor sobre la violación de la soberanía argentina que sobre el pasado del criminal. Y esto en medio de una ola de incidentes antisemitas que fueron exacerbados por esta acción.
Es digno de destacar que una revisión de las letras argentinas no mostrará una abierta preocupación por el régimen nazi. La única excepción podría ser el novelista Abel Posse y sus obsesivas lecturas del esoterismo nazi. Tomás Eloy Martínez analizó, en ``Perón y los nazis'' (1984), las acciones personales y presidenciales del general y sostuvo que aun cuando Perón mismo no era nazi, patrocinó la llegada de nazis a la Argentina con el fin de intensificar la industrialización iniciada en 1944. Su admiración por la disciplina y el poderío militar alemán y por los aspectos organizativos del fascismo de Mussolini está ampliamente documentada. No obstante, estos temas no son importantes en sus novelas La novela de Perón y Santa Evita.
Como es de esperar, las simpatías ideológicas determinan la clave y el énfasis de cualquier texto literario. Cuando Perón y Evita son los personajes principales, su afiliación y su papel en el gobierno (1946-1955) son proyectados con diferentes matices. La literatura no tiene a su cargo decir la verdad. Más allá de sus méritos y alcances, y en el contexto de nuestro análisis, la literatura es un barómetro y, a menudo, un estado de cuentas contradictorio, del estado de la nación. Los escritores judeo-argentinos han aludido, comprensiblemente, al holocausto y a la conexión nazis-Argentina con más frecuencia que los no judíos. La novela de Marcos Aguinis, La matriz del infierno (1997), es uno de los más exitosos intentos hasta la fecha de capturar el clima que se vivió hasta 1939 en los círculos oficiales del gobierno, así como en las comunidades alemana y judía argentinas durante los años siguientes al triunfo de los nazis en Alemania.
En el teatro, sin embargo, las versiones más poderosas sobre la penetración de la mentalidad nazi y fascista en la vida argentina, son las obras de Griselda Gambaro El campo (1967) e Información para extranjeros (1973), éste último, un texto cuyos matices fueron trágicamente premonitorios de los ``años de plomo'' (1976-1983) y que, una vez más, han reaparecido en la superficie en actuales debates sobre elementos extranjeros, sobre ``lo extraño'' que mora entre nosotros. Lejos de entretener o conciliar, las obras de Gambaro provocan malestar, una sensación de intranquilidad; frente a la represión exigen que la complacencia y la callada aquiescencia sean dejadas de lado. La fuerza premonitoria de El campo -en una nación construida sobre la base de la agricultura y la ganadería, el título se refería a un escenario rural y no a un campo de concentración- fue evidente en los nuevos sentidos que adquirió a partir de su reposición en 1984, después de que Argentina produjo sus propias desapariciones de personas y sus propios campos.
La deconstrucción de la historia oficial que transfirió la responsabilidad de los crímenes a sus víctimas, junto con el pedido de un gobierno elegido libremente, responsable y sensible a las demandas sociales, son los motivos que emergen de estos textos. Estas son algunas de las voces que rompen el silencio, que perciben que el compromiso de la literatura con su arte también está enraizado en una postura y un pronunciamiento ético contra el autoritarismo y la represión.
Quizá como resultado de la propia experiencia argentina en los años setenta y comienzos de los ochenta, varios escritores han retomado la experiencia nazi no sólo como un sistema de alusiones y metáforas, sino en su materialidad histórica. Una mezcla de biografía, periodismo y crítica de arte se efectúa en El pintor de la Suiza argentina de Esteban Buch (1991), a medida que el autor indaga sus propios orígenes judíos y explora su relación con el sujeto de su estudio: Toon Maes (1911-1986), un nacionalista belga que sirvió de ministro de propaganda en la Bélgica ocupada, que estuvo cerca de Goebbels y de Hitler, que huyó hacia Alemania después de la liberación de Bélgica en 1944, y que fue juzgado y condenado en ausencia en Amberes. Arquitecto, escritor y pintor, Maes salió de Suiza en 1950 para llegar a la Argentina e instalarse en Bariloche en 1952; con el tiempo se convirtió en el pintor más importante de la Patagonia. Las investigaciones de Buch llegan al corazón de las relaciones entre arte y política: ¿quién era Maes antes de llegar a Bariloche? ¿Cuán relevante es la vida privada de un pintor cuando se la compara con su obra artística? La presencia de Maes, no obstante, presenta aristas más problemáticas y menos teóricas; es decir, la presencia nazi, el impacto y las consecuencias que tuvo y que aún tiene en Argentina.
El pintor de la Suiza argentina va más allá de la vida de Maes para entrar en la historia y la manera de pensar de una red de fugitivos nazis que hallaron refugio en el país. En Bariloche, así como en muchas otras partes, no son pocos los que comparten los objetivos y la ideología de Hitler y que tratan de ocultar los rastros de Maes. Y ese es, precisamente, el objetivo de Buch: descubrir las dimensiones de las estrategias diseñadas para albergar a los criminales de la segunda guerra mundial y a sus colaboradores, y cancelar el silencio que ha reinado sobre las conexiones nazis en la Argentina. En última instancia, sostiene Buch, la sociedad de Bariloche, y probablemente todo el país, aceptó ex nazis con la condición tácita de que el silencio prevaleciera sobre su presencia en el suelo argentino.
El silencio, en este caso, no es discreción sino complicidad. La investigación de Buch y las memorables páginas de Borges y de otros autores, afirman de modo elocuente el fin de ese pacto y el demorado desarrollo de un proceso de aprendizaje, de evaluación y condena de este vergonzoso capítulo de Argentina -que comparte con tantos otros países, incluyendo a varios de los Aliados mientras ocurría el holocausto-, sobre su conducta durante el reinado del terror nazi y sus secuelas y consecuencias.
Para Argentina, esta no es una historia que terminó hace cincuenta años; es el ejercicio obligatorio de permanecer alerta frente al autoritarismo, la intolerancia y la violencia existentes, de las cuales Argentina aún está tratando de recobrarse en los pasillos de la justicia. En este caso la cultura desempeña, una vez más, un papel fundamental para revelar las capas ocultas de la historia y para leer el reverso de una herencia que finalmente ha sido abordada.