La Jornada Semanal, 11 de julio de 1999
Me fugué con Luciano a París. No esa misma noche ni a la mañana siguiente ni a las dos semanas. Había tiempo de sobra para pensarlo y planearlo, me dije, porque para viajar a Europa Luciano necesitaba primero el consentimiento de mi tío Grande y después la bendición de mi tía Francisca, quien a pesar de que la separación de su hijo segundo le desgarraba el alma como a la Virgen María de los Dolores: las famosas siete espadas acribillando su corazón -así le dijo llorando a mi tío Grande-, ella, mi tía Francisca, mejor dicho, el inconmensurable amor materno de mi tía Francisca le ordenaba pensar antes que nada en la felicidad de Luciano, y la felicidad de Luciano estaba en París, en ese curso de privilegio, primer escalón de una carrera musical, de virtuosismo pianístico si cabe la palabra, que ellos los padres deberían impulsar, ¡ellos!, no el recién nombrado gobernador Enrique Fernández Martínez, por muy amigo que fuera del compadre Orestes Marañón, político aquél al fin de cuentas, pronto a presumir de mecenas ante la fina sociedad del estado y a pararse el cuello luego si el muchacho lograba triunfar en Europa.
Tan machaconas fueron las peroratas de mi tía Francisca que mi tío Grande dijo está bien está bien, ya no se discuta más, y encomendó a su primogénito Lucio hacerse cargo del sistema de transacciones necesario para dotar a su hermano Luciano de cantidades suficientes para el viaje, para el curso y para una estancia decorosa en la Ciudad Luz.
-Y óyeme bien, Francisca, si tu hijo se vuelve joto será responsabilidad tuya, sólo tuya, por el resto de tu vida. Ya no quiero saber del destino de ese pobre muchacho. Allá tú.
Mientras ocurrían estos forcejeos yo dudaba y dudaba y dudaba: no sólo estaba convencida de los estragos familiares que provocaría nuestra fuga -digna de una historia de Rafael Pérez y Pérez-, sino del terrible dolor que me significaría renunciar para siempre al amor de Lucio. Eso me quitaba el sueño. Y gracias precisamente a una crisis de insomnio fue que asumí la decisión definitiva.
De no haber sido porque una noche oí sonar las notas agudas del Chase and Baker no en la forma de un preludio o una mazurca con los que Luciano solía llamarme a la conversación secreta en el salón, sino las notas agudas de un tintineo obsesivo; de no haber sido porque alertada y pensando de inmediato en Luciano me levanté de la cama y bajé las escaleras y vi al regordete Luis sentado en el taburete ante las teclas pulsadas por él con el índice y el anular ajeno por completo a mi presencia, sorprendido cuando me vio y trató como siempre de huir; de no ser porque lo alcancé y lo detuve y lo forcé para que habláramos yo tal vez no habría tomado la decisión de romper para siempre con Lucio y fugarme con Luciano.
Luis tardó en aceptar pero lo aceptó al fin: sí, sabía de mi juego en simultáneas con sus dos hermanos; nos espió durante años y en esos años sorprendió mis besuqueos con Lucio como sorprendió al mismo tiempo -en simultáneas, pues--mis manoseos con Luciano en ese taburete, todo lo cual calificaba Luis de reverenda canallada, dijo. Una y otra vez me acusó de mujer liviana, y una y otra vez me instó a que renunciara a ambos o eligiera a uno de los dos. Y que si elegía a uno de los dos, me gritoneó Luis, ese uno debería ser forzosamente Luciano porque Luciano quería mi alma no sólo mi cuerpo.
Lucio era un rufián, el semental del rancho, lo llamó. A él, a su propio hermano, a su hermano menor, el benjamín, lo trataba como a bestia de carga y ante capataces y obreros, ante parientes y amigos, lo acusaba de ser un bueno para nada: el zángano Luis.
-¿Un semental dijiste?
Con el beneplácito de mi tío Grande, Lucio ejercía el derecho de pernada sobre las hijas de los trabajadores: un gran número de muchachas sencillas, recolectoras de duraznos, tejedoras, auxiliares en la ordeña, nixtamaleras, ayudantes de cocina, desyerbadoras, habían abierto las piernas a Lucio -con el perdón sea dicho- y otras muchas estaban a punto de hacerlo luego de tanto acoso y tanta amenaza del hijo del patrón. Y eso no era lo más. Lo mucho más para ella, para Norma, era que su adorado Lucio tenía amores clandestinos, ya no digamos con las prostitutas del burdelito Miraflores, el de la vereda al Teján, al que iba todos los jueves, sino con las mujeres casadas como la tal Chayito, cuñada de Celestino González, el del cafetín de la plaza de San Roque. Tres años fue su amante de planta y medio Guanajuato sabía que ese niño de once meses de Chayito no nació de su matrimonio con el hermano de Celestino, porque ese hermano de Celestino de nombre Heladio tenía fama y tipo de invertido: nació de la unión pecaminosa de Chayito con Lucio en el mismo tiempo que te enamoraba a ti, Norma, dijo Luis.
Lloré, grité y grité no, estuve a un tris del desmayo, pensé en regresar a México, en enfrentar antes cara a cara a mi Lucio, en no sé cuántas barbaridades más, y decidí mejor emprender ciertas pesquisas: primero preguntando del caso a Orestes Marañón, quien discreto como siempre para todo lo relacionado con los Lapuente no dijo sí ni dijo no pero meneó la cabeza como si lamentara la existencia de tipejos así, y después visitando a la cuñada de Celestino González en su casita de fachada azul añil a espaldas del Teatro Juárez.
Aproveché una ida a Guanajuato con mi tía Irene, un lunes por la mañana. Luego de que oímos una misa cantada en el templo parroquial y compramos hilos y botones en la mercería Azucena del mercado Hidalgo, sugerí a mi tía Irene que realizáramos una breve visita a la cuñada de Celestina González.
Casi se le desbarató el chongo a mi tía Irene cuando oyó el nombre de Chayito. No la bajó de cuzca durante todo el alegato de su negativa, pero era precisamente por cuzca, le dije, por lo que me interesaba hacerle esa breve visita inspirada en lo que predicó el padre Huesca en la misa del domingo, tía ¿ya no te acuerdas?, sobre la necesidad de acercarnos a los pecadores como Jesús se acercó a la mujer adúltera que se encontró en el pozo, ¿ya no te acuerdas?
Aceptó de mala gana mi tía Irene y dimos toda la vuelta a la manzana del Teatro Juárez. Yo llevaba un buen pretexto para caerle de golpe: le había comprado en El Gallo Pitagórico un librito de horóscopos, tema que según Celestino González inquietaba
y encantaba sobremanera a su cuñada Chayito. Y eso se le vio en la cara cuando abrió la puerta, cuando miró la carátula del libro y nos miró a nosotras y no llegó a entender ni en ese momento ni nunca a qué demonios se debía nuestro interés por visitarla con tanta amabilidad, siendo como era de una clase inferior. En los diez o quince minutos que estuvimos ahí, en su casa muy limpia, Chayito se portó bien. Nos sirvió un agua de tuna, nos ofreció un poco de chicharrón con guacamole -que rechazamos- y acabó mostrándonos a su criatura de once meses: un escuincle divino que gateaba de aquí para allá y se llamaba Alberto. Era el vivo retrato de Lucio Lapuente. No necesitaba yo realizar más pesquisas.
Fue entonces cuando decidí fugarme con Luciano.
Preparamos bien el lance, con estrategia de ajedrez. En compañía de Orestes Marañón, Luciano se iría por delante a la Ciudad de México al día siguiente de la gran despedida que le organizó mi tía Francisca: una barbacoa fenomenal a la que asistieron ciento y pico de comensales, coronado el festejo con un estudio para piano de Liszt interpretado a cuatro manos por el profesor Marañón y por el virtuoso hijo segundo de los Lapuente, en la antesala misma de la gloria internacional, según predijo el gobernador Fernández Martínez en la farragosa pieza oratoria con que se remató la reunión.
De acuerdo con la estrategia, yo alcanzaría a Luciano y al profesor Marañón unos días después valiéndome de un pretexto que funcionó de maravilla: mi padre estaba por cumplir cincuenta y cinco años y mi mejor regalo sería sin duda presentarme de sorpresa en México, acompañadaÊde mi tía Irene -propuso rápido mi tía Irene tal y como yo lo había previsto.
No fue difícil deshacerme de mi tía Irene luego que mi tío Grande y mi tía Francisca encomiaron mi deseo de felicitar a mi padre en su cumpleaños. La víspera del viaje organicé una travesura: agregué al licuado de piña que mi tía Irene tomaba todas las mañanas para defenderse de la artritis dos cucharadas de semillas molidas de abelmosco, un purgante insaboro y efectivísimo -según Lucio- usado con frecuencia con las chivas preñadas. Se bebió el licuado sin advertir menjunje alguno y ya para mediodía la pobre de mi tía Irene se derramaba toda en una diarrea incontenible que le ocupó la noche entera en precipitadas carreras de ida y vuelta al cuarto de baño, entre bascas y retortijones. Se vio obligada a suspender el viaje. Desde luego yo no podía hacer lo mismo, le dije, porque llegaría a México después del cumpleaños de papá, y aunque Lucio se ofreció prontamente a acompañarme, tanto mi tía Francisca como mi tío Grande se sumaronÊa mi rechazo porque sería muy mal visto -aunque fuéramos primos- el viaje en tren de dos jóvenes de nuestra edad.
No le sorprendieron a Lucio tales razones, muy acordes con la moralidad de sus padres, sino la vehemencia con que yo sostuve mi empeño de viajar sola. Era la confirmación del súbito desdén con que empecé a tratarlo después de mi plática con Luis. Nada entendía Lucio: por qué me negaba a salir a montar, por qué separaba mi mano cuando la buscaba, por qué me levantaba de la mesa cuando su pierna presionaba la mía. Varias veces trató de hablarme a solas en la huerta o en el potrero, pero aduje pretextos sin fin: que me dolía la cabeza, que tenía un quehacer en la cocina con mi tía Francisca, que me estaba esperando mi tía Irene.
No, no me pasa nada. No, no estoy enojada contigo. No, no me vinieron con ningún chisme, Lucio, yo soy así. Me da por épocas: me deprimo, me aburro, me canso del rancho y de Guanajuato y de todo. Ya me pasará. No te preocupes. Tenme paciencia.
Lucio consideraba pretextos todas mis explicaciones y se enojaba, se iba al billar, tal vez al burdelito aquel de la vereda al Teján, o a la casa de Chayito. Bebía mucho, llegaba muy tarde sin cuidarse de que mi tío Grande lo sorprendiera borracho, y sufría, sufría sobre todo el muy maldito, infiel.
Lo conseguí. Viajé a México sola, y en la estación de Buenavista a donde fueron a esperarme, Luciano y el profesor Marañón me dijeron que ya todo estaba listo para el viaje a Veracruz y para la travesía en barco hasta Europa.