La feria de Pamplona tan varia, tan proteica, tan distinta a sí misma en todos los instantes, y, sin embargo, tan inalterable, tan idéntica, tan fiel a sí misma en la quebrada orientación de sus tradiciones y en la briosa acometividad de su impulso, tiene una alma alojada entre las piedras de sus calles, por donde corren los toros en busca de los toreadores, entes de llegar a la plaza, en donde serán lidiados sin que nunca, ni en los más grandes peligros, ni en las mayores desolaciones, abandonde su rica tradición.
Esta verdadera romería pamplónica con el inquietante rebullir de los feriantes, en constante trasiego de si misma, con aroma a chorizo, toro estofado, ajo arriero, vinillo rojo áspero, y gentes que se aman, cantan y bailan su riau riau, y el ``siete de julio, San Fermín'', no son si no un rodeo a la muerte, representada en los pitones de los toros, siempre presente en las festividades. Lo mismo en la plaza que en sus estrechas y curveadas calles de la Estafeta.
Toda una dolorosa depuración del mal, en medio de esa tumultosa actividad, siempre una y distinta, que, son acaso la ley de su vida y el ansia de ir a un más allá. Es por eso, la feria romántica y soñadora; utilería y oportunista; pero en cada momento, en todo minuto, dorada y luminosa, activa y rezunante como panal.
Pamplona no es, ni mejor, ni peor que cualquier otra ciudad. No tiene personalidad aparte de la maravilla única, que le procura su feria montada en medio del carnaval que esconde la muerte y le da su rara belleza. Crueldad vestida de jotas, sexo, comida, toros y religión, en extraña amalgama que atrae en forma irresistible a meterse en ella, gozar, sufrir, y como salida buscar en más allá irrepresentable.
Las corridas de toros son parte de este carnaval en que la mayoría va a lo suyo; juego de luces vida-muerte. En donde el toreo, en sí, es secundario. Aunque este año, el rejoneador Don Pablo Hermoso de Mendoza dio un recital de lo que es torear clásicamente a caballo, logrando parar los relojes unos minutos, para que pamplónicos le contemplaran su clásica concepción del toreo. Después las tradiciones continuan y a comerse el toro estofado, en la repetición del drama de la vida y la muerte, en medio de los sones de los camboriles y gaitas.
Mientras los aficionados en México, nos tenemos que contentar con las incidencias de la temporada española. La Plaza México y la delegación Alvaro Obregón siguen con su estira y aflojas y todo parece indicar que por segundo año no habrá novilladas. La fiesta en nuestro país va en picada y aún no toca fondo.