COLOMBIA EN GUERRA
De acuerdo con la información procedente de Colombia, los enfrentamientos entre el ejército y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), lejos de menguar, se han intensificado en las últimas horas, luego de que, el jueves pasado, los insurgentes de esa organización lanzaron un ataque contra posiciones militares en el municipio de Gutiérrez -departamento de Cundinamarca, a pocos kilómetros de Santafé de Bogotá- en el que causaron casi 40 bajas a los uniformados. En los días subsecuentes, las FARC han atacado un número indeterminado de objetivos militares y 23 estaciones de policía, con un saldo de 19 agentes muertos y 32 heridos, de acuerdo con datos oficiales. El gobierno, por su parte, asegura haber causado 202 bajas a los rebeldes y admite otras 23 entre sus filas. Por lo demás, el gobierno mantiene el toque de queda en 10 de los 32 departamentos del país y en diversas poblaciones cercanas a la capital.
La intensidad, la extensión y la frecuencia de los combates, el elevado número de muertos y los medios bélicos empeñados -algunas agencias hablan de la utilización, por parte de los guerrilleros, de tractores convertidos en tanques- obligan a reconocer que Colombia enfrenta una guerra en forma, con todas las consecuencias políticas, jurídicas, sociales y humanas que ello implica, tanto para esa nación como para los países latinoamericanos en su conjunto.
Tal circunstancia obliga a revisar concepciones políticas y sociales que parecían definitivamente arraigadas una vez superadas las dictaduras militares en el cono sur y tras la desactivación de las guerras internas de Centroamérica. A seis meses del 2000, Latinoamérica se encuentra con la evidencia de que las rebeliones armadas distan de ser una imposibilidad y que el establecimiento de regímenes democráticos formales no elimina, por sí mismo, el peligro de la guerra civil ni sus causas profundas.
Tras el fin del conflicto Este-Oeste, el colapso del marxismo y el abandono, por parte de Cuba, de su apoyo a las organizaciones guerrilleras del hemisferio, la única explicación posible para la sobrevivencia y el crecimiento de movimientos insurgentes de gran escala y con enorme poder de fuego, como el colombiano, reside en la persistencia de las ancestrales estructuras oligárquicas que ha padecido la región y que hoy se visten de ropajes modernos, tecnocráticos y hasta democráticos, pero que siguen siendo productoras de desigualdad e injusticia sociales, de marginación y miseria, de corrupción y descomposición nacional.
Ciertamente, en el preocupante escenario colombiano confluyen muchos otros factores, empezando por el auge del narcotráfico y la delincuencia en general. Pero ello no basta para desvirtuar el arraigo, el poder regional y la capacidad ofensiva logrados, a lo largo de tres décadas, por los grupos insurgentes.
Paradójicamente, en Colombia la guerra es tan evidente como inviable. Por muchas razones, en el actual contexto nacional e internacional no es imaginable que las FARC pudieran tomar el poder al estilo de los rebeldes cubanos en 1959 o de los sandinistas nicaragüenses 20 años más tarde; por su parte, el gobierno carece de la capacidad para aplastar y erradicar a las organizaciones guerrilleras. La escalada militar sólo conduce a un baño de sangre obligadamente estéril.
El presidente Andrés Pastrana lo ha comprendido así, y ha emprendido, en consecuencia, una política de pacificación sin precedente, y ejemplar por la voluntad política empeñada. Su determinación de negociar con la guerrilla lo ha llevado, incluso, a enfrentar peligrosos conatos de insubordinación por parte de los mandos militares.
Cabe esperar, por el bien de los colombianos y de los latinoamericanos, que la voluntad de paz logre imponerse a la violencia y que esa nación consiga, por la vía del diálogo, las transformaciones sociales que garanticen una paz estable y un desarrollo económico sólido.