El pasado miércoles 7 terminó el ciclo escolar 1998-1999, y más de 25 millones de niños y jóvenes, así como más de un millón de maestros, dieron comienzo al periodo vacacional.
El esfuerzo realizado a lo largo de un año, el enorme despliegue que como individuos, como familia, como sociedad y como Estado realizamos, es sin duda encomiable ya que así, paso a paso, año con año, nutrimos al país de fundadas esperanzas sustentadas en un capital humano con herramientas y recursos para construir el futuro.
El ambiente vacacional inmediatamente se reflejó en la vida cotidiana de las ciudades y pueblos. Las actividades comenzaron un poco más tarde, los furibundos minutos antes de las ocho de la mañana no resultaron tan exigentes y, en cambio, las calles fueron ``tomadas'' por decenas de muchachos con el pretendido objetivo de dar rienda suelta a las actividades propias de la etapa de descanso.
Es obvio que al interior de cada familia, las vacaciones también representan un cambio, a veces radical; es frecuente escuchar, principalmente a las madres de familia, quejarse de la falta de opciones para encauzar el tiempo libre de los hijos que, sin la escuela y los deberes a ella asociados, enfrentan el terrible dilema derivado de no saber qué hacer.
No cabe duda que es el tiempo factor que determina nuestra existencia como individuos y colectividad. Nuestra vida, el nivel de estudios que alcanzamos, están medidos en años, es decir, en tiempo. El tiempo tiene una importancia que muy pocas veces somos capaces de entender como uno de los recursos más preciados y más escasos de que disponemos.
Si cualificáramos el número de horas que se liberan en los periodos vacacionales, llegaríamos a cifras inimaginables, y entonces empezaríamos a valorar la necesidad de concebir y articular una política pública capaz de reconocer el enorme potencial que representa el tiempo, y la necesidad social de inducir su uso creativo y recreativo.
El peor uso de ese presupuesto de tiempo es orientarlo hacia el consumo excesivo de televisión o hacia actividades aún peores, que estimulan la enajenación y la percepción individualista y autista de la vida. La creación y la recreación como toda acción humana, es el resultado de un aprendizaje, como también lo son la enajenación y la apatía.
Una sociedad que estimula la actividad cultural, recreativa o deportiva, o simplemente la convivencia entre humanos, es mucho más proclive a lo trascendente que otra empeñada en hacer del entretenimiento el eje de la vida. Entretenerse no es otra cosa que llenar el tiempo de nada en tanto el ciclo vital se cumple.
El deporte es esencial, pero el que se practica, no el que se consume desde el cómodo espacio de la televisión; no se requiere ser un virtuoso del futbol para estar en posibilidad de practicarlo; es más, es el deporte llanero, el que se apropia de los espacios públicos el que de verdad nutre de salud al individuo y a la sociedad.
Ojalá y en tanto nos decidimos a entender el tiempo como un recurso privilegiado sobre el cual debemos actuar, podamos aprovechar las vacaciones para conocer a nuestros hijos, para saber cómo son y lo que sienten, y para que ellos aprendan a valorar el inmenso patrimonio del que son poseedores: el futuro.