Jaime Martínez Veloz
Las alianzas que vienen

Las elecciones del domingo pasado en los estados de México y Nayarit han traído de nuevo el tema de las alianzas a un primer lugar de la discusión nacional. Eventos como éste son los que cíclicamente reviven el tema que luego languidece para quedarse nada más al nivel de las declaraciones y las buenas intenciones. Las ``lecciones'' que muchos analistas y políticos sacan del 4 de julio son básicamente que en la primera de las entidades mencionadas se perdió porque no se quiso ir a una alianza y en la segunda se ganó porque se concretó la misma. Lo demás, es decir, los compromisos con la ciudadanía, el programa de gobierno, la situación concreta, entre otras muchas cosas, parecen ser detalles menores.

Las alianzas son un mecanismo civilizado y respetable por medio del cual dos o más organizaciones políticas se deciden a sumar fuerzas porque consideran que pueden lograr objetivos comunes, así sean de corto plazo y políticamente limitados. Obviamente, las alianzas buscan el triunfo y, si están bien construidas, también pretenden mejorar los márgenes de gobernabilidad. En este sentido, lo consecuente es facilitar los instrumentos legales y operativos que faciliten la integración de alianzas.

Al cancelar la posibilidad de adecuar la legislación electoral en la materia se cometió un error político y se mostró a todo México lo poco que confían algunos priístas en sus candidatos y en sus posibilidades de triunfo con sus propias fuerzas. Esta resistencia a modificar los esquemas actuales a favor de una mejor operación democrática no es privativa de los priístas. A manera de ejemplo no único, apuntaríamos que en Baja California el PAN ha demostrado que, a contrapelo de lo que dice en el ámbito nacional, son la principal resistencia para un cambio a la ley electoral local.

En suma, las alianzas pueden cumplir un importante objetivo democrático. Sin embargo, también es un error atribuir a las alianzas políticas cualidades que en sí mismas no tienen o extrapolar su efecto y generalizarlo sin más. En este sentido, es preocupante que el tono de los argumentos a favor de la gran alianza nacional opositora haga hincapié sólo en el hecho de sacar al PRI de Los Pinos, pero casi no se pone en el tapete de la discusión la posibilidad de construir un proyecto alternativo de gobierno construido entre los partidos, no sólo sus cúpulas y, más importante aún, con y para los ciudadanos y sus organizaciones. Estas inquietudes no se ven en la mayoría de los partidarios de la gran alianza.

Aunque es difícil en las condiciones actuales concretas esa suma de organizaciones, tanto por la ley electoral vigente como por la poca disposición que en verdad se advierte, supongamos que se lleva adelante y esta combinación heterogénea logra el triunfo de sus promotores y sus candidatos. ¿Esto, por sí mismo, garantiza la consolidación de la democracia, de un desarrollo sostenido e incluyente y de la gobernabilidad? Me parece que no. Alcanzar estas metas requiere de un gran acuerdo colectivo del cual no se puede excluir a 40 por ciento de los votantes, que es la porción que representa el PRI.

Al parecer, muchos de los partidarios de las alianzas juegan con cartas marcadas al hacer una simplificación que es inexacta: los gobiernos de oposición son sinónimo de democracia, buena administración, honestidad y transparencia y, consecuentemente, los gobiernos priístas son por fuerza antidemocráticos, corruptos y tramposos. Dada esta premisa como buena, se deduce que las alianzas para derrotar al PRI son en sí mismas un deber patriótico. Pero si los gobiernos opositores son tan buenos, ¿por qué alrededor de 80 por ciento de los ciudadanos no cree en los partidos existentes? Esta ausencia del ciudadano no sólo alcanza al tricolor, también a los otros partidos, a todos. La verdad es que aún tenemos gobiernos que pasan apenas de panzazo el juicio de los mexicanos y partidos que no logran interesar y tener impacto en la mayoría de los ciudadanos.

Los casos de Nayarit y México pueden verse en muchos sentidos. Es cierto que la alianza triunfó en el primero, pero esto no quiere decir que el caso pueda ser igual en Coahuila o en el ámbito nacional. Cada caso es distinto. Por ejemplo en Chiapas, dadas las condiciones de desgarre del tejido social, el peligro de enfrentamientos, el escalamiento de problemas y la ausencia de un funcionamiento verosímil de las instituciones, una gran alianza que regresara la institucionalidad, la gobernabilidad y construyera un proyecto incluyente podría ser una tarea política básica.

Pero, en efecto, es necesaria una gran alianza, pero de todos los partidos y organizaciones, que siente las bases para que se fije una agenda a fin de que, gane quien gane, se ponga a resolver los problemas que afrontamos.

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