Pedro Miguel
La fuerza del pasado
Es tiempo de hurgar en tumbas: el 68 mexicano, las contrainsurgencias centroamericanas, las guerras sucias del Cono Sur. Los asesinos de antaño y sus víctimas nos dejaron un presente minado con huesos e historias enterradas que pugnan por salir a la luz. Así sea. Los trabajos de exhumación (de los cuerpos, de la verdad, del entendimiento) resultan necesarios para que depositemos a los muertos en donde corresponde y permitamos que las miradas de los sobrevivientes y los deudos alcancen a los verdugos que todavía pululan por ahí: una simple mirada que les abra un boquete irreparable en sus dulces sueños, y que no equivale a una venganza, ni siquiera a un acto de justicia legal. En todos los casos, los asesinos, antes de abandonar el poder o la existencia, dejaron bien amarrada su impunidad, así que sólo nos queda el recurso de verlos fijamente, a los ojos o a la lápida, para evitar que la historia se repita. Los desaparecidos se fundieron hace mucho con el resto del planeta, pero la versión real de los hechos sigue secuestrada por los sucesores de los sucesores y ahora busca liberarse. Así sea. En tanto no lo consiga, seguiremos teniendo cadáveres bajo la alfombra, en el armario, junto al columpio de nuestros hijos, en el plato de nuestra sopa. Tendremos que seguir cuidando que nuestros pasos no pongan al descubierto las falanges de esos fallecidos que debieran estar entre nosotros como cuarentones, cincuentones o sesentones curtidos y neuróticos, y que, en cambio, se quedaron congelados en la juventud eterna y pasada de moda en los álbumes fotográficos del terror.
Tal vez sea una mera coincidencia la simultaneidad con la que surgen, en México, documentos hasta ahora desconocidos sobre la matanza del 2 de octubre; en un antiguo cuartel militar de Guatemala, restos humanos de desaparecidos políticos, y en Argentina, los datos del origen de una muchacha llamada María de las Mercedes Fernández y que se apellidaría Gallo Sanz si sus padres biológicos ųdos uruguayos secuestrados en Buenos Airesų no hubieran sido asesinados por los esbirros de Videla en el campo de concentración de Pozo de Banfield. El México de los últimos años sesenta, la Argentina de mediados de los setenta y la Centroamérica de principios de los ochenta son contextos políticos y humanos muy diferentes entre sí y puede resultar abusivo echarlos en un mismo saco. Los únicos denominadores comunes son unas vidas truncadas por designios del poder, verdades escamoteadas desde entonces y hasta ahora, y unos muertos mal enterrados que no tienen más forma de expresarse que la confesión póstuma, orgullosa y sin remordimientos, de un general también fallecido, unos huesos en un antiguo cuartel ("podrían ser de animales", dicen los voceros del gobierno) y una joven que se sabía adoptada y que se empeñó en desvelar el misterio de su nacimiento.
Es morboso e inútil solazarse en imaginar cómo habrían sido las cosas si no se hubieran perpetrado los asesinatos de hace dos o tres décadas. Sí. Muchas de las víctimas habrían muerto posteriormente, de todos modos, por mero índice de probabilidad, atropelladas, o de cáncer, o de sida, o de infarto, o de tristeza. Pero aun en esos casos nos habríamos ahorrado el rencor, la búsqueda obligatoria de la verdad y de los responsables, de la identificación forense, de la identidad genética de una joven que nació en el campo de concentración de Pozo de Banfield ųdonde murieron sus padresų y que fue entregada, a los dos días de nacida, a una pareja estéril que seguramente la trató con amor y la educó bien.
De todas estas muertes sobre las que caminamos no hay moraleja posible, entonces, salvo la harto conocida de la fuerza del pasado, que los autores trágicos de Grecia utilizaron con genialidad en sus obras: no hay forma de esconder o eludir lo hecho porque el cadáver bajo la alfombra o en el armario acaba contaminando el presente, manifestándose, buscando el sitio que le corresponde. Más nos vale descubrirlo y practicar autopsias postergadas durante treinta o veinte años. Así sea.