Por esas fechas, a mediado de julio, hace setenta años, la economía de Estados Unidos comenzaba a dar señas de retroceso. El largo ciclo de expansión comenzado después de la recesión de 1920-21, perdía ritmo y se acercaba al fatídico jueves 24 de octubre, en que la bolsa de valores de Nueva York se desplomaría, dejando una estela de algunos miles de bancos quebrados, una tercera parte de los campesinos que perderían sus tierras hipotecadas, 13 millones de desempleados (en 1933) y una recesión mundial que aplanaría el camino al nazismo y a una guerra mundial que dejará en el campo algo así como 50 millones de muertos.
ƑPara qué recordar hoy estos acontecimientos? Por una infinidad de razones de las cuales mencionaré aquí sólo tres. La primera: para recordar que la confianza irrestricta en la sabiduría silenciosa del mercado produjo en el pasado calamidades mundiales que sería difícil exagerar. La segunda: para apuntar la inquietante distancia entre los hombres políticos que en los años treinta supieron enfrentarse con ideas y propuestas originales a un contexto mucho más difícil que el presente y un mundo político actual que, apabullado por la globalización, parece dividirse entre gobernantes sin ideas, o con pocas, y una cultura progresista dramáticamente atrasada frente a los tiempos. La tercera: para registrar cuánta parte del bienestar y la estabilidad política de las décadas posteriores le deban a las reformas políticas que en los años treinta emprendió, en Estados Unidos, ese protagonista del siglo XX que fue Franklin Delano Roosevelt (FDR).
Con un PIB reducido en una tercera parte y uno de cada cuatro trabajadores en la calle buscando trabajo, FDR afirmó el derecho a experimentar, a modificar las reglas del juego para reforzar el peso de interés común sobre los intereses de grupo y mejorar las condiciones de vida de los más afectados. Resumamos los resultados: leyes de regulación de la actividad financiera y seguro de depósitos para los pequeños ahorradores; una legislación social que va de la ley Wagner sobre sindicatos y negociación colectiva hasta la ley de Seguridad Social que establecía pensiones y seguros de desempleo; programas de trabajos públicos que en algunos años construyeron decenas de miles de edificios públicos, puentes, escuelas, hospitales y aeropuertos mientras extendían en una proporción gigantesca la red de carreteras y caminos del país. En pocos años, y en plena depresión, un salto de décadas en la arquitectura institucional del país y en la reconciliación entre sociedad e instituciones públicas.
En un ciclo histórico en que las relaciones entre economía y sociedad se volvían dramáticamente desfavorables a ésta, el Estado supo asumir su responsabilidad estableciendo normas para evitar que los negocios se convirtieran en un dominio de autonomía absoluta y sagrada frente a la sociedad, mientras se daban a esa última instrumentos para no sucumbir frente al Moloch del libre mercado. FDR cumplió una tarea formidable: evitar que los negocios se adueñaran de todo el país, llevándolo a la ruina, y evitar un alejamiento fatal entre sociedad e instituciones --esa clase de separación desconfiada que, hace siglos, caracteriza la realidad latinoamericana.
Ningún asombro entonces que uno de los mayores historiadores de Estados Unidos, Richard Hofstadter, recordara hace años que en las elecciones de 1936 se estableció entre Roosevelt y el pueblo un sentimiento tan profundo de comunión como nunca antes había ocurrido en la historia del país. Entre un pueblo que había sido golpeado por una crisis económica de una intensidad nunca antes registrada y un presidente que supo evitar que la responsabilidad fuera sinónimo de inacción y el deseo de cambio sinónimo de un milenarismo irresponsable.
Parece cuento de niños: hubo un tiempo en que en este hemisferio surgían hombres de Estado. Y uno mira al pasado si no con nostalgia, que es sentimiento peligroso, con asombro, como hacia una edad que supo producir no gigantes ni próceres ni "líderes naturales", sino, simplemente, hombres de Estado. Pero fue un paréntesis, antes había habido unos cuantos, pero ahogados entre payasos codiciosos y caudillos de opereta y después vendrían golpistas paranoicos y finalmente administradores sin ideas y paralizados por una percepción mezquina de su responsabilidad.
En fin, 1929 sigue siendo una mina didáctica, que enseña por lo menos dos cosas: que cuando las grandes oleadas especulativas terminan, a veces se llevan entre las patas países enteros y que la política no es tarea de gestión sino invención responsable. Ni terreno para administradores o tecnócratas confiados en fórmulas infalibles ni para demagogos que hacen de la palabra una salmodia empalagosa y una humillación de la inteligencia.