n Una memoria de la revolución sandinista n
n Sergio Ramírez n
El mediodía del 20 de julio de 1979, las columnas guerrilleras entraron en triunfo a la Plaza de la República en Managua. En un formidable desorden, los combatientes llegaban a pie, en camiones militares, en autobuses requisados, subidos sobre el lomo de las decrépitas tanquetas arrebatadas a las tropas de la dictadura, y se revolvían con la multitud que estaba allí esperándolos para celebrar con ellos la gran fiesta de sus vidas. Así inicia el capítulo 3, La edad de la inocencia, del nuevo libro de Sergio Ramírez, protagonista de aquella gesta histórica. Editorial Aguilar pone en circulación este volumen, titulado Adiós muchachos. Una memoria de la revolución sandinista, del cual ofrecemos, como primicia para nuestros lectores, el capítulo introductorio.
Todo se quedó en el tiempo.
Todo se quemó allá lejos.
Joaquín Pasos, Canto de
guerra de las cosas
En 1999 se cumplen 20 años del triunfo de la revolución sandinista, que entra ya en el pasado, pero aún se alza como una marea revuelta al pie de mi ventana, me aturde y me estremece. Desde su entonces, nada ha sido para mí ya lo mismo. Y me encuentro frente a la edad madura lleno de recuerdos que siempre regresan con esa marea, diciéndome que de haber nacido un tanto antes, o un tanto después en este siglo de las quimeras, me la hubiera perdido. Y como quien despierta de un mal sueño, compruebo que no me la perdí. Está allí, en toda su majestad, en toda su gloria y su miseria, sus congojas en mi mente, y sus alegrías. Como yo la viví, y no como me contaron que fue.
Bernal Díaz del Castillo escribió ya muy anciano sus recuerdos de soldado en su retiro de Santiago de Guatemala, porque alguien más quería contarle su propia vida. Francisco López de Gómara, que nunca había sido protagonista de las hazañas de la conquista de México, recién había publicado su Historia general de las Indias escrita en Valladolid; y entonces Díaz del Castillo, por amor propio, se puso a componer su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.
No empuñé armas en la revolución, no llevé nunca uniforme militar ni me encuentro al borde del olvido por demasiado viejo ni nadie me está disputando con otro libro los hechos vividos. Es más, la revolución se ha quedado sin cronistas en este fin de siglo de sueños rotos, después de que tuvo tantos en los años en que estremecía al mundo. Sólo yo conservo en mi biblioteca más de 500 libros escritos en aquellos años, en todos los idiomas. Y al contrario de Bernal, es precisamente por el exceso de olvido, que escribo este libro.
Un olvido injusto. En los recuentos de los acontecimientos que hoy se hacen del siglo XX, falta la revolución sandinista. Porque se pasmó y no cambió a fin de cuentas la historia, como nosotros creíamos que iba a cambiarla, o porque hoy parece a muchos que no valió la pena, un empeño que se quedó en una gran frustración y un formidable desencanto. O porque fue malversada. Pero, Ƒvalió la pena, al fin de cuentas?
La revolución sandinista fue la utopía compartida. Y así como marcó a una generación de nicaragüenses que la hizo posible y la sostuvo con las armas, también hubo una generación en el mundo que encontró en ella una razón para vivir y para creer, y peleó por defenderla en muchas trincheras a la hora de la guerra de los contras y el bloqueo de Estados Unidos, desde Europa, Estados Unidos, Canadá, América Latina, promoviendo comités de solidaridad, recogiendo dinero, medicinas, útiles escolares, implementos agrícolas, escribiendo en los periódicos, levantando firmas, presionando a los parlamentarios, organizando marchas.
Defender a David contra Goliath
Gente de todas partes se mantuvo viniendo a Nicaragua a hacer de todo, en una operación de solidaridad que sólo tiene paralelo con la que despertó la causa de la República durante los años de la Guerra Civil española, y hubo estadunidenses, franceses, belgas, que entregaron su vida, asesinados por la contra, mientras se dedicaban a construir escuelas, levantar cosechas, curar, enseñar, en lo hondo de la Nicaragua rural en guerra. La revolución sandinista alteró los parámetros de las relaciones internacionales bajo la guerra fría y al convertirse en el tema focal de la política exterior de Estados Unidos, durante la presidencia imperial de Reagan, creó esa inmensa solidaridad mundial que ayudaba a defender a David contra Goliath.
En un fin de siglo poco heroico, vale la pena recordar que la revolución sandinista fue la culminación de una época de rebeldías y el triunfo de un cúmulo de creencias y sentimientos compartidos por una generación que abominó al imperialismo y tuvo la fe en el socialismo y en los movimientos de liberación nacional. Ben Bella, Lumumba, Ho Chi Minh, el Che Guevara, Fidel Castro: una generación que aún presenció el triunfo de la revolución cubana y el fin del colonialismo en Africa e Indochina, y protestó en las calles contra la guerra de Vietnam; la generación que leyó Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, y šEscucha, yanki!, de Wright Mills, y al mismo tiempo a los escritores del boom, todos de izquierda entonces; la generación de pelo largo y alpargatas, de Woodstock y los Beatles; la de la rebelión de las calles de París en mayo del 68, y la matanza de Tlatelolco; la que vio a Allende resistir en el Palacio de la Moneda y lloró por las manos cortadas de Víctor Jara, y encontró, por fin, en Nicaragua, una revancha tras los sueños pe rdidos en Chile, y aún más allá, tras los sueños perdidos de la República española, recibidos en herencia. Era la izquierda. Una época que fue también una épica.
Y por todo un decenio, la revolución transformó dentro de Nicaragua los sentimientos y varió la forma de ver el mundo y al país mismo, porque creó una ambición de identidad; trastocó los valores, la conducta de los individuos, las relaciones sociales, los lazos de familia, las costum bres; creó una nueva ética de solidaridad y desprendimiento, una nueva cultura diaria; cambió aun el lenguaje y los hábitos de vestir, y abrió, sobre todo para los jóvenes, un espacio colosal de participación, dando un sentido histórico a la ruptura generacional con el pasado.
Pero muchos de quienes pelearon para conquistar el poder primero, y para defenderlo después, los jóvenes de la generación de la revolución, se vieron al final doblemente frustrados, no por la pérdida de las elecciones ųque pudo haberse convertido en un mal reparable, si al fin y al cabo perder pertenece a los parámetros de la democraciaų, sino porque la derrota electoral trajo consigo el derrumbe de los principios éticos que cimentaban la revolución, y en el corazón de muchos de esos jóvenes, que empezaron a verse a sí mismos como la generación perdida, nació el desencanto, el escepticismo y el encono. El mundo cambiaba a final de los años ochenta, se hundía todo el aparato de los ideales, eran destronadas las quimeras. Pero en Nicaragua saltaba en pedazos el primer modelo real de cambio que el país había vivido nunca, su primera posibilidad de futuro a la vista.
Porque no había sido sólo la revolución desde el poder tratando de crear un nuevo orden con decretos y medidas, sino la revolución que se daba entre la gente, una vez que los diques se habían roto, y una nueva forma de vivir y de sentir se hacía posible. Fue un fenómeno de alcances instantáneos, una fuerza transformadora que desbordó a todos, llenó espacios que por siglos permanecieron vacíos y creó la ilusión del futuro, la idea de que todo, sin excepciones, pasaba a ser posible, realizable, con desprecio absoluto del pasado. Una marea, un relámpago.
Volverán los sueños éticos
Hoy la revolución queda para muchos, dentro y fuera de Nicaragua, entre las nostalgias de la vida pasada y los viejos recuerdos, y se evoca igual que se evocan los amores perdidos; pero ya no es más una razón de vida. A veces, en casas de amigos en el extranjero, a mitad de una velada entre copas, suena, como un homenaje que me pagan, y se pagan ellos a sí mismos, la música de aquellos tiempos, las canciones revolucionarias de Carlos Mejía Godoy que escucho con tristeza opresiva, con un sentimientos de algo que busqué y no logré encontrar, pero que sigue pendiente en mi vida, y mientras el tiempo avanza, temo que quizá ya no encontraré nunca más.
La revolución no trajo la justicia anhelada para los oprimidos, ni pudo crear riqueza y desarrollo; pero dejó como su mejor fruto la democracia, sellada en 1990 con el reconocimiento de la derrota electoral, y que como paradoja de la historia es su herencia más visible, aunque no su propuesta más entusiasta; y otros frutos que siguen allí, inadvertidos, bajo el alud de la debacle que enterró también los sueños éticos, sueños que, no tengo duda, volverán tarde o temprano a encarnar en otra generación que habrá aprendido de los errores, las debilidades y las falsificaciones del pasado.
Yo estuve allí. Y, como Dickens en el primer párrafo de Historia de dos ciudades, sigo creyendo que ''fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos; fue tiempo de sabiduría, fue tiempo de locura; fue una época de fe, fue una época de incredulidad; fue una temporada de fulgor, fue una temporada de tinieblas; fue la primavera de la esperanza, fue el invierno de la desesperación".