La entrevista que concedió a La Jornada (núm. 5338), el diputado independiente Ebrard, contiene informaciones que obligan a analizar con cuidado las circunstancias económicas y políticas en que se halla inmerso nuestro país, porque los datos erizan los pelos de cualquier ciudadano que esperaría sosiego y no tormentosas angustias en el venidero año 2000. El problema es relativamente conocido por quienes vivimos la crisis de 1995, con el resultado, entre otros, de inducir en el sistema bancario el enorme pasivo que se transfirió al organismo que instituyera el gobierno de la República; hablamos por supuesto del tenebroso, incierto, semioculto y poco claro Fobaproa, transformado hoy por entendimientos entre legisladores priístas y panistas, en el Instituto de Protección al Ahorro Bancario (IPAB). En sus años primos Fobaproa entregó a los bancos pagarés con tasas semejantes a las causadas por Cetes, a fin de evitar la virtual quiebra en que se encontraban, pagarés que el mencionado nuevo IPAB reconoce dentro de los límites que prevén las disposiciones legales que lo sancionaron; el IPAB está obligado a regresar a los bancos los créditos que no quepan en los escudos protectores del ahorro. Pero lo más grave de esa gigantesca operación --en la época en que se realizó fue calculada en alrededor de unos 60 ó 70 mil millones de dólares--, es que tan enorme suma pesa sobre los tributos que paga la población al erario público; es decir, la deuda de los bancos no pasa a su pasivo, sino a los bolsillos de todos los que estamos obligados a formar los recursos del gobierno con parte de los pagos que se nos hacen a cambio de nuestro trabajo gestor de la riqueza social. En términos muy sencillos podría decirse que aquella deuda bancaria, gravemente afectada por irregularidades que van desde acaudalamientos personales inexplicables hasta el financiamiento de falsas victorias electorales, será afrontada, si es posible, con la fuerza del trabajo que cotidianamente sustancia nuestros quehaceres; con nuestras energías físicas e intelectuales solventaremos el faraónico débito que se generó en los bancos mexicanos por motivos que nos son absolutamente ajenos, extraños y aún inaceptables, situación esta que inclina a pensar en una trampa tan descomunal que ni sus propios autores percibieron las dimensiones que tomaría en el transcurso del tiempo.
Marcelo Ebrard informó que según la auditoría en marcha, casi 22 de cada cien pesos de cartera endosada al Fobaproa, corresponden a operaciones irregulares que tendrán que pagar los contribuyentes; no sería imposible que esos 22 pesos aumenten significativamente si se tiene en cuenta que la mencionada cartera ascendía a más de 165 mil millones de pesos, en 1995. Sin afanes especulativos, Marcelo Ebrard hizo saber en su entrevista que la transferencia a Fobaproa, en el renglón irregular monta a 35 mil millones de pesos, lo que exige un esclarecimiento de la conducta tanto de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores como de los administradores del Fobaproa, ``por no ver las irregularidades'' o por tomar los créditos sin cuestionamiento alguno.
Las desmesuradas cantidades que giran en torno a los bancos, el Fobaproa, el IPAB, las autoridades y algunos personajes ahora perseguidos por la justicia, demandan explicaciones a la opinión pública aperplejada ante tan negra danza de los millones, en el supuesto desde luego que las explicaciones tendrán que despejar las brumas que ocultan culpabilidades de coreógrafos de la macabra danza de millones, que una mayoría de legisladores acordaron sufragar con el trabajo de actuales y futuras generaciones mexicanas. Asiste en mucho la razón al diputado Ebrard cuando juzga que el costo final del rescate bancario, 84 mil millones de dólares hasta junio, coloca al país en el umbral de una crisis sin precedentes, porque las finanzas públicas caerán enfermas de quiebra potencial, advirtiéndose que al hablar del país se habla de los millones de familias que forman la población, exceptuándose desde luego los 200 ó 300 supermillonarios que gozan, ellos solos, del 80 por ciento del bien común que en términos de legitimidad pertenece a todos los mexicanos.