La situación de Argentina se ha tornado preocupante, no sólo por las turbulencias financieras que sufrió en los días pasados, que incluso afectaron a los mercados del resto de la región, sino porque se encuentra en un dilema de política muy serio.
En estos momentos presenta indicadores macroeconómicos consternantes. Por un lado, padece de un alto déficit externo (déficit de cuenta corriente de 15.5 mil millones de dólares) aún en presencia de recesión (una caída de la producción industrial de 10.2 por ciento a mayo de este año), lo cual es un síntoma muy claro de pérdida de competitividad internacional, que no podrá superar manteniendo su régimen cambiario actual, así como tampoco a partir de dolarizar su sistema monetario. Por esto, muchos economistas se inclinan por que regrese al sistema anterior, en el cual hay un banco central que controla la paridad cambiaria, administrándola, o bien, dejándola flotar libremente, con la finalidad de reactivar la producción y corregir la posición comercial.
Desde 1991, el banco central dejó de existir, así como el monopolio de esas atribuciones, por lo que pensar en volver atrás genera mucha incertidumbre, porque se trataría de restablecer un banco central que ha perdido sus habilidades naturales. Asimismo, el hecho de establecer otro régimen cambiario para avanzar en los objetivos descritos inquieta ante la amenaza del regreso de la tan temida hiperinflación que por décadas asoló a su economía.
Por otro lado, la virtual recuperación de los mercados asiáticos y las consecuentes presiones por fondos prestables que sufrirán los mercados latinoamericanos, serán materia importante en política económica, debido al temor de que el gobierno y buena parte del sector privado caigan en incapacidad de pagos de sus obligaciones internas y externas. La iniciativa del gobernador y candidato presidencial Eduardo Duhalde para pedirle al papa Juan Pablo II que apoye una moratoria de la deuda Argentina lo confirma y, más aún, magnifica esta posibilidad.
Además, aparecen otros factores que complican sustancialmente la difícil situación por la que atraviesa este país, ya que sufre de elevadísimo desempleo, alto déficit público y el comienzo de serios ataques especulativos. Finalmente, la elección presidencial de octubre próximo, y lo que en términos de estabilidad política y social representa, cierra este oscuro panorama.
De esta suerte, si bien este país austral ha sido un ejemplo de desinflación y pionero en ciertas reformas estructurales, su atribulada economía muestra que otros problemas más importantes han comenzado a aflorar. Su actual sistema cambiario, lejos de facilitar el manejo macroeconómico, lo complica bastante. Por principio de cuentas, parece que una corrección (entiéndase contracción) fiscal de fondo parece inevitable, al igual que una caída salarial, lo cual agravará la recesión y el desempleo. Pero lo más delicado de todo es: ¿cómo lograrán aumentar la competitividad con una moneda atada al dólar o al convertir a éste en su moneda de curso legal? Parece que se ha olvidado que la paridad cambiaria de un país refleja mucho más que el dinero en circulación de dos naciones. Ante todo, es el termómetro de la salud integral de una economía. La inflación no lo es todo.