Hermann Bellinghausen

Un día un río

Al otro lado del torrente, las palabras como piedras un día después del fin del mundo escribieron sobre la página de una conciencia insomne como les vino en gana, pero con rigor, incluso extremo. El libro inesperadamente póstumo de Jaime Reyes (Un día un río, editorial Aldus, México, 1999) se lee a través de una cifra hermética, llena de voces y sugerencias, en la sincopada sintaxis de los hechos conectándose más despacio que el pensamiento (o lo dicho-poético):

 

Sembrada entre dos asombros/ ųel invierno una rama encendidaų/ vacío vagón / entre rieles soy una vida/ cristalino, sal ardiendo/ de frente al mar cual dado enseña.

 

Si bien dotada de gracia, esta poesía no se resiste al espesor desconcertante. En el Prólogo, Carlos Monsiváis la encuentra barroca pero en la unidad habitacional; "el ritmo poético se desarticula en cada página". En el epílogo, Adolfo Castañón trata de asir la obra de Reyes: "La lengua de los suburbios remotos y de las ruinas, el idioma desterrado, desahuciado, se abre como un espejo de encuentro al inventar una suerte de conceptismo costumbrista". Cámara Góngora. ƑQué vedo?

Para Monsiváis, "en esta poesía a la vez descriptiva y analítica la lógica amanece destrozada y por eso mismo comunica trances y paisajes inesperados".

Con sólo cuatro libros publicados, Jaime Reyes depositó aquí un corpus como un erizo con su disfraz de espinas. Explora lo que de tierno y terrible hay en el mundo, al original modo suyo de construir palabras. "Y en la orilla pero en medio un hombre", dice, ubicándose.

 

Escucha: Alguien oye pájaros, toda la noche./ Entre sus manos resbalan, salta su chispa/ y salpica de sol un día un río, un día,/ y otro día lo mismo, y nada, piedra quebrada.

 

En la escritura de Reyes los sabores son fuertes. Y los olores. Lo mismo la putrefacción que los dulces o densos perfumes del paisaje, y la brisa salobre que se adhiere a la piel y las comisuras: "no hay quicio/ ni puerta, ni profundidad que pueda guarecer/ abandonados a/ dejados de".

Curiosamente, se le ha asociado con dos poetas mexicanos, ni de lejos tan oscuros, y exentos de la menor sospecha de barroquismo: Efraín Huerta y Jaime Sabines, los accesibles por antonomasia. Con Huerta, Jaime Reyes comparte la hipersensibilidad social, el acercamiento experimental de la escritura, y los tonos de la urbana luz del alba en los momentos de celebración. A Sabines lo acerca un cierto tipo de entraña, y quizá los derrumbes que van de "Los amorosos" a "Los derrotados".

A la vista de los resultados, uno piensa más y mejor en Vallejo, Huidobro y Lezama Lima. Puesto que "las dichas son las palabras", el objeto poético existe en sí, creado por el mismo azar de encontrarse en páginas. Su alquimia, heredera al fin del Siglo de Oro, "convierte el oro de humo en los albores por nadie visitado", y crea atmósferas orozquianas, fuertes y hasta sangrientas, pero bajo veladuras de Velázquez.

Un día un río revela que Reyes estaba consciente de hasta dónde había llegado:

 

Ahora bien escribo, recorriendo veredas senderos,/ iluminando con ramas de claveles/ ųy es decir los incendiosų/ mi transparente camino.

 

Con una contención que hubiese impedido el aullante caudal de Isla de raíz amarga, insomne raíz (1976), y desde una intimidad diametralmente opuesta a la poesía de vida pública que practicó en La oración del ogro (1984), el último libro de Reyes más bien se aproxima a Al vuelo el espejo de un río (1985), en duelo con la nostalgia, y bajo las tonalidades mas tranquilas de su gesto y de su gusto, "en la oscuridad de oro/ de cuartos detenidos// quienes amamos la vida/ por ello la perdimos".

En Un día un río la vista finalmente aclara. La niebla sube, se enciende un foco, o llega la mañana. No es culpa del poeta que el mundo se encuentre y revele en tal desorden, pero al decirlo lo ordena. Les pone, a los nombres, la cosa, y no al revés como los poetas que creen que el mundo todavía puede bautizarse. ''Todos sus caminos ahorcados son de los caminos''.

Como si supiera, en las dos últimas líneas del volumen el autor se despide: "contemplo el amanecer, candentes esporas, y recojo sus frutos: /fresco nevado y oscuro persevero continúo".

Poesía hermética y abierta. En la orilla, pero en medio.