La Jornada Semanal, 18 de julio de 1999
¿Es el nacionalismo el resultado de un ejercicio de caligrafía en el aire? Los bóxers de China así lo creyeron: antes de matar a los extranjeros culpables de todas las desgracias económicas, naturales y militares de su país invadido, hacían unos raros ejercicios de calistenia que, según ellos, los volvía invulnerables a las balas. De esa magia aérea, los bóxers obtuvieron su nombre: parecía que boxeaban con sus propias sombras. De los miles de asesinatos que perpetraron no ganaron nada; todo lo contrario: China tuvo que pagar indemnizaciones por 982 millones de dólares en plata a todas las potencias coloniales afectadas. Sin embargo, los bóxers dejaron claro que el nacionalismo era ese movimiento en el aire que se realiza antes de la matanza; que, antes que enraizada, la Patria se arraiga en la nada, hecha de puro impulso: una magia que hace inmortal a quien la despliega.
Tras su derrota, los bóxers huyeron por el mundo. Uno de ellos, Wong Kong Yee, fue el único muerto de la ``independencia'' de Panamá: uno de los cinco cañonazos que el buque Bogotá hizo para detener la separación de la provincia panameña apoyada por los Estados Unidos, la noche del 2 de noviembre de 1903, le dio a Wong, que comía en un restorán de la bahía. Y, sin haber hecho su boxeo de sombra, murió despedazado por un disparo sin convicción, mientras nacía la república de Panamá, hecha de las mismas caligrafías que la rebelión bóxer de China.
Unos meses antes de que Wong muriera de una de las formas más absurdas que pueda imaginarse, el Doctor Manuel Amador Guerrero, cirujano general de la Panama Railroad Co., se encontró con Philippe Burnau-Varilla en el cuarto 1162 del Waldorf Astoria, en Nueva York. El Presidente Teddy Roosevelt no había logrado obtener de Colombia la compraventa del canal que uniría el Atlántico y el Pacífico, y estaba dispuesto a firmar ese tratado aunque para ello tuviera que independizar a Panamá de Colombia. Pero fueron un francés y un panameño los que lo concibieron en un cuarto de hotel. Ahí, los dos negociaron un tratado para otorgar a los Estados Unidos plenos derechos sobre el largamente proyectado Canal de Panamá, que la vez anterior -cuando lo detentaba la compañía De Lesseps- había terminado en fraude, y que hizo exclamar a uno de los sobrevivientes de los malos manejos, la indecisión y la malaria de sus pantanos, el entonces casi desconocido Henri Paul Gauguin: ``Panamá es el horror.'' Pero, más de veinte años después, en el Waldorf, Amador -jefe de la ``probable'' insurrección independentista de Panamá- y Burnau-Varilla -un banquero francés empeñado en ser el artífice diplomático del Canal- hicieron en una noche la caligrafía del patriotismo: escribieron una acelerada declaración de independencia y un proyecto de Constitución, mientras la esposa del francés, una bella mujer de Mauritius, cosía una bandera para la nueva república. Al salir rumbo a Washington, Burnau le pidió al gerente del Waldorf que pusiera una placa de oro en la puerta del cuarto 1162 que dijera: ``Cuna de la República de Panamá''. A pesar de que el gerente se negó, Panamá fue, en su inicio, una calistenia de la pluma, un ejercicio de signos que conjuraran la vulnerabilidad.
Wong Kong, el chino que cenaba sin preocupaciones en la bahía, debió saber cosas sobre ese juego de sombras: quizá sus padres vivieron la rebelión igualitarista de Taiping que dejó veinte millones de muertos, o acaso conocía las profecías que Kang Youwei había hecho a principios del siglo en el Datongshu: ``El último de los estadios de la Humanidad verá la desaparición de las fronteras y de las clases sociales, la formación de una civilización universal y de una paz definitiva.'' Al momento que la bala del cañón del Bogotá lo traspasó, los únicos dos generales colombianos en la ruta del ferrocarril transístmico habían sido arrestados por marines estadunidenses a bordo del Nashville y, todos juntos, festejaban la independencia con whisky. De hecho, los cinco cañonazos colombianos se hicieron por no dejar. Y Wong murió por uno de ésos.
Pero, a pesar de que las naciones nacen, primero, como ejercicios coreográficos, nunca inscriben su propia inviolabilidad en el tiempo. Al contrario: suponen siempre una energía en aumento por mantenerlos cercados respecto de los otros, protegidos de todas las amenazas reales e imaginarias, amurallados contra lo que fueron antes de hacerse países. Quizá por ello, el primer ingeniero del Canal de Panamá, John F. Wallace, llegó al istmo con dos ataúdes: uno para su esposa y otro para él.