Como patria o muerte, venceremos. Y no es mi intención ser enfático, pero esa lógica comenzó a dominar el escenario del último milenio bajo sello cristiano. Para fijar un comienzo cualquiera escojamos esa matazón sin nombre que sucedió en la segunda caída de Jerusalén en 1099. Y, terminando el milenio, sigue ahí como lugar de nuestras discordias. Y los cristianos, que sería como decir Europa, apenas representan 2.3 por ciento de la población de la actual Jerusalén, pero están divididos en treinta diferentes confesiones. (La conocida lógica de los puros: somos pocos pero bien divididos). Frente a una obvia mayoría judía y una firme minoría musulmana. Las dos grandes culturas, una más antigua y otra más reciente, que no terminan de encontrar las formas de su convivencia.
Y los cristianos ahí casi siempre han llevado confusión y más dolor. ƑCómo? En forma de cruzada en un universo desconocido. Y me pregunto, y parecerá seguramente a algunos hasta ofensiva la comparación, si no hay mucho en común entre aquellos antiguos caballeros, a mitad del camino entre santos y ladrones, y muchos fanatismos actuales que de aquel antiguo molde son inconscientes herederos. Muchos muertos en el camino, muchos atrasos acumulados, como tiempos de historia que no terminan de acomodar en el cuerpo de uno mismo. Sólo una sensación, casi siempre justa, de una afrenta más del enemigo que debe ser reparada. Y más aún: la certeza de mi parte. Absoluta, inquebrantable, sublime. Y uno acerca inevitablemente, y me disculpo por el efecto teatral: a Godofredo con Tirofijo, a Ricardo Corazón de León con el comandante Feliciano. Lo que me recuerda un estilo absolutamente peninsular, anticipo mítico de la irrazonabilidad: las locuras de los caballeros cristianos que ponían a prueba sus virtudes siempre en busca del bien y siempre produciendo terribles confusiones ahí donde los protagonistas intentaban entenderse entre sí, cosa nunca fácil. Hasta que un santo laico, Miguel de Cervantes, se burló de toda esa búsqueda de santidad que embarulla al mundo, sin bien, también, lo ilumina, a veces. En fin, hoy ''festejamos'' novecientos año de una de esas locuras mesiánicas, que, para probar la ausencia de cualquier sensatez en el mundo, resultó exitosa, creando Estados latinos de Oriente que estuvieron ahí, en ese extremo Mediterráneo, a confundir la convivencia ya complicada entre dos grandes culturas, una anciana y cansada y la otra joven y cargada de certezas.
Quisiera tratar, en este jubileo, el tema obligado: las cruzadas en la edad moderna. Es claro que no todas son reconocibles fácilmente y desde el inicio. Pero, lo más común es, en el tránsito que separa tenuemente la lucha política de la cruzada, el sentido de la derrota irremediable. La nobleza de la causa consiste en un único elemento: la certeza incuestionable de los sacerdotes, monaguillos y santones, que le dan vida, en su absoluta razón. Una especie de deseo de muerte de la razón. Y, se me ocurre, una ''ley'': cuando la razón no puede comunicarse se enloquece, se vuelve cruzada. Y todo lo que Occidente fue: democracia, búsqueda de justicia, culto de la belleza, se pierde en nombre de aquello que de terrible también fue: intolerancia, certezas irrazonables, beatificación de la muerte como premio del santo.
El problema básico, siempre, es encontrar la convivencia de lo distinto. Cualquier otro objetivo es irrelevante, o por lo menos debería serlo para la política. Hacer convivir lo distinto en mutuo beneficio: ahí está el objetivo que la Edad Moderna anuncia, y no cumplimos aún. La idea de la cruzada es la otra: aquí, todo se gana o todo se pierde. El Quijote, justamente, para quien la vida es siempre un avvenire, nunca un presente. Eso hacen las cruzadas, los fanatismos de hoy: disolver el presente, dejarlo sin peso como una trama de rencores santificados. Y cumplir la tarea monacal que criticaba hace tiempo Stanley Hoffmann: alisar las arrugas de la historia. Volver todo perfecto o demoniaco, cristalino o lúgubre. Desvalorizar al presente y a la realidad y sustituir todo con guerrilleros heróicos y causas santas.
El signo occidental es la periódica tentación a la cruzada; el signo oriental, el que se encuentra en ese occidente extremo que es un oriente cultural antiguo, es la renuncia en forma de construcción de imágenes eternas en el culto del Tlatoani, el cacique o, bajando en jerarquías, el brujo. América, entre el Río Bravo y la Tierra de Fuego, como un temblor inacabado (y seguramente inacabable, aunque se esperaría que civilizable) entre fanatismo y renuncia. Y el reto de una convivencia en mutuo beneficio, lejos aún de venir.