Con eternidad o
sin ella*
Ernest Hemingway
Sin contar con la facilidad para hacer discursos, ni el don de la oratoria o de la retórica, deseo agradecer a los administradores de la generosidad de Alfred Nobel por este premio.
Quien no conoce a los grandes escritores que no recibieron el premio, no puede aceptarlo sino con humildad. No es necesario enlistar a estos escritores, cada uno puede hacer aquí su propia lista de acuerdo a su conocimiento y a su conciencia.
Sería imposible para mí pedirle al embajador de mi país que lea un discurso en el cual un escritor habla de todos los elementos que hay en su corazón, elementos que quizá no son inmediatamente percibidos en aquello que un hombre escribe y en esas ocasiones es afortunado. Pero eventualmente estos elementos están del todo claros y debido a eso y al grado de alquimia que posean, él resistirá o será olvidado.
La escritura, en el mejor de los casos, equivale a una vida solitaria. Las organizaciones de literatos mitigan la soledad del que escribe, pero dudo que incrementen su labor. Crece en estatura pública cuando se despoja de su soledad, aunque con frecuencia su trabajo se deteriora. Ya que si desempeña su tarea solo y si es un escritor, cada día deberá encarar la eternidad o la ausencia de ésta.
Para un escritor verdadero, cada libro debe ser un inicio en el que intente otra vez algo más allá de su talento. Debe hacer el intento por obtener algo que nunca se haya hecho o que otros pretendieron sin conseguirlo. Entonces, a veces y con gran suerte, tendrá éxito.
Qué simple sería hacer literatura si tan sólo fuera necesario trabajarla de manera distinta a la que ha sido bien hecha. Porque hemos tenido muchos grandes escritores en el pasado, un escritor ha de alejarse de lo pretérito tanto como pueda y esforzarse por ir donde no haya nadie para ayudarlo.
He hablado mucho sobre el escritor.
Un escritor debe escribir lo que precisa decir y no hablarlo.
Otra vez, gracias.
* El Nobel le fue concedido a Hemingway en 1954. No asistió a la ceremonia de recepción pero escribió este breve texto que fue leído por John C. Cabot, diplomático estadunidense.