Enfermedad y muerte no deben ser responsabilidad exclusiva de los médicos. La sociedad moderna truncó valores y se ha alejado de la muerte. La mayoría de los enfermos cuya situación económica lo permite fallecen en hospitales, solos, alejados de los suyos. El fin de una vida debe verse como propia; esterilizarla en los pasillos del hospital ha sido un error de la modernidad.
Bajo esa perspectiva, el avance de las ciencias médicas, las mermas en la arquitectura familiar, el abandono de los viejos, el ''encarnizamiento terapéutico'' y la decadente relación médico-paciente, son algunos de los factores que han propiciado que en las últimas décadas la mayoría de los enfermos terminales sean abandonados. A lo anterior hay que agregar que en las sociedades modernas se ha pretendido no sólo distanciar la muerte, sino evitarla. Podría en ese sentido decirse que, en ocasiones, se confabula y todo se inventa para negar su existencia, e incluso ''que la muerte no existe''.
Philipe Aries y otros historiadores han explicado que la cohesión familiar antaño existente vinculaba en la cotidianidad a hijos con abuelos y bisabuelos, por lo que nacimiento y fin eran percibidos como un continuo. A lo anterior debe agregarse que en nuestro medio, la ciudad de México, se vive la ''pérdida de la calle'' por lo que, sumidos entre la violencia, el tráfico y las distancias, las visitas a los seres cercanos ųenfermos o noų son menos frecuentes. Perder la enfermedad es perderse a uno mismo. Ver la célula enferma, palparla, tocarla, y alarmarse ante su destrucción, son formas de unión, de calor e incluso de crecimiento.
La coexistencia familiar dotaba a las personas de una mejor comprensión de los dolores y del proceso de morir por los que atraviesa quien confronta su fin. Penurias y tristezas que se mitigaban, al menos un poco, en el calor del hogar y bajo el regazo de las voces conocidas. No bajo el cobijo artificial de las paredes ajenas del hospital ni de las relaciones impersonales que suelen darse en los nosocomios modernos, sino en casa, en el hogar donde todo se vivió y todo se oyó
Los tiempos pasados abrazaban al enfermo, mientras que los modernos callan el dolor. La experiencia y la escucha de médicos(as) y enfermeras(os) preocupados por el ''fenómeno de morir'', por la condición de ser paciente terminal, es tajante: lo que desea quien presiente la cercanía del adiós es que se le escuche, que se le toque, que se le recuerde que aún pertenece al mundo de los vivos. Así como no huelga repetir que esa comunión se logra en ambientes naturales y no artificiales, tampoco sobra recordar que en la mayoría de las escuelas de medicina el currículo adolece de materias que abarquen esos tópicos. En la casa, en la escuela y en la familia sucede lo mismo: la muerte es un fenómeno lejano, irreal. Lo que parecerían ser vías comunes, filosofía y medicina, no lo son. En la medicina contemporánea prevalece el rigor molecular y no el alma amorfa.
La ''desaparición'' de la muerte es, en ese sentido, producto de la modernidad. Se le avisa a los familiares que el enfermo falleció. La muerte del ser querido ya no se presencia; se sabe de ella por boca de otro ųrealmente ''de otro''. Si bien el deceso no es un acto placentero para quien acompañó, para quien escuchó, para quien vivió y ''se vivió'', es un periplo que construye y que deja huellas imperecederas e imborrables. Para quien fenece al lado de los suyos, el tránsito final puede ser menos tortuoso y los últimos recuerdos de los supervivientes menos dolorosos.
En algunos países del Primer Mundo, 80 por ciento de los enfermos muere en hospitales. Antes era lo inverso. Es evidente que cada ser debe tratarse como una persona diferente ųno hay dos enfermos igualesų, por lo que la decisión de transferirlo o no al hospital también debe individualizarse. Es igualmente cierto que muchas de las bonanzas de la medicina moderna ųpaliativos contra el dolor, camas y aditamentos que facilitan el movimiento, oxígeno, etcéteraų, pueden suministrarse en casa. El problema, con frecuencia, no es el enfermo ni su enfermedad, sino las modificaciones que han sufrido sociedad y familia. Cambios que engloban un concepto desfigurado de la vida y del deceso.
La realidad es simple: al no existir un entendimiento del fenómeno de la muerte, las armas para confrontarlo y entenderlo son exiguas. Por eso, cuando la muerte amenaza, la mayoría de las personas en occidente tienden a abandonar al ser querido, desfigurando la realidad.