Los tiempos de tensión y cambio son propicios para mostrar la calidad de los dirigentes políticos y también las fortalezas o debilidades de los partidos. A un año de las votaciones federales el panorama de los organismos y los actores que intervendrán en las campañas electorales está completo y dibujado en sus detalles. Los partidos mayores, PAN, PRD y PRI, han definido sus pretensiones. Si a ellos se les analiza con cuidado bien resalta de inmediato la endeble credibilidad que trasminan a la sociedad como la parte crucial del diagnóstico. Para solidificar su legitimidad y cerrar la brecha de incredulidad que los aqueja, el trío se ha embarcado en sendos procesos transformadores para seleccionar a sus candidatos. En ellos tres, las condiciones y los resultados obtenidos hasta el presente son dispares.
El que muestra mayores avances, peligros y consecuencias para el país es el que se desató en el PRI. A pesar de ser el más anclado con sus probados rituales, ha hecho un gran esfuerzo por adecuarse al presente y ensanchar así sus oportunidades para competir. El del PAN parece un asunto resuelto de antemano al imponerse, como indiscutible, la figura de Fox. Se la ganó a pulso y desde fuera de la jerarquía partidaria, corriendo por una ruta harto heterodoxa. La reciente modificación de los estatutos panistas para abrirse a la participación de todos sus militantes y adherentes quedará sin el referente de la competencia y, por tanto, sin su contenido legitimador para el que fue diseñada. La definición de su ser partidario, antes sólido y transparente, ha sufrido los desgastes inevitables de las experiencias de gobierno; la afectaron los cambios de dirigentes, la complicaron sus patrocinadores ocultos y la complicaron sus relaciones íntimas con el poder central. Ello es parte sustantiva de su angustia, la creciente interrogante pública y el motivo de sus búsquedas actuales.
En el PRD cerraron filas alrededor de Cárdenas. Esperando, con verdadera ilusión, renovar la magia del lejano 88 cuando colmaron de gente los polvorientos caminos del México profundo y conjuntaron los afanes reivindicativos de una izquierda, hasta entonces excluida de las decisiones, para galvanizar el descontento de un amplio espectro de votantes sin partido. La experiencia vivida en el 97 capitalino les renovó esperanzas dándoles un sustento que pretenden generalizar para el 2000 de sus pospuestas ambiciones. Lo cierto es que todo apunta hacia un Cárdenas que tampoco tendrá, al interior del partido, rival de consideración y su candidatura será declarada de antemano. La única salvedad que puede encontrar el PRD para brincar el escollo de Muñoz Ledo es ir a unas primarias con la llamada alianza de izquierda.
Si bien el PRI es el que va adelante, hay en su notable proceso dos salvedades que pueden revertirle el propósito de emparejarse con la urgencia de mayor democracia interna: la cargada y la manipulación de las urnas. Ambos escollos son expectativas ominosas que atentarían, de condensarse, contra la unidad del partido y rebajarían la ansiada legitimidad para enfrentar la cerrada competencia que se visualiza. Pero, hasta hoy en día, la ventaja que van cuajando los priístas es materia tan firme como cierta. Han ocupado los espacios difusivos, tienen la iniciativa y la competencia no sólo es verídica, sino que se recrudece al diferenciarse, con relativa nitidez, las opciones que tienen a la mano. Por un lado el Labastida aprisionado por sus lealtades al régimen que sirvió con una eficiencia puesta en duda por crecientes segmentos de la sociedad. Todavía sin concretar un núcleo atractivo para los priístas que habrán de elegirlo y entre los que el descontento y la inseguridad de su futuro concreto es una realidad tangible. Y lo que es todavía su atadura mayor, el muy escaso margen de disidencia que el pequeño grupo en el poder y su poderosa coalición de apoyo (o de dirección) está dispuesto a permitirle. Por el otro costado puede verse a un Madrazo que se ha apropiado, con indudable habilidad y soltura en el discurso de la critica y la expectativa de renovación. Auxiliado en ello por el hueco que dejó un Bartlett disperso, complejo, irónico, reactivo y desfasado a pesar de su indudable capacidad y experiencia. Así, la calidad de los liderazgos partidistas se pone a prueba y nada asegura que los resultados estén, de nueva cuenta, a la altura de las necesidades de los atribulados mexicanos.