LA VIOLENCIA CORRIENTE
En el lapso de tres días, la opinión pública nacional ha tomado conocimiento de al menos tres homicidios colectivos en distintos puntos del territorio nacional. El lunes, en el municipio guerrerense de Teloloapan, un grupo de sujetos armados asesinó a cinco integrantes de una familia, entre ellos un niño de dos años y una mujer embarazada, en tanto que en Tijuana dos jóvenes fueron ultimados a balazos y otros dos resultaron heridos. Tres días antes, en Cuachimalco, Guerrero, tres campesinos fueron ultimados a balazos. Ayer, en Elota, Sinaloa, fueron asesinados dos jóvenes adultos y un menor, en lo que fue interpretado como ajuste de cuentas entre grupos rivales de traficantes de drogas.
Las tres entidades referidas son, ciertamente, zonas en las que la violencia y el homicidio parecen convertirse en un dato habitual de la vida cotidiana. Pero ello no debe adormecer la exasperación y la alarma ante un cuadro de criminalidad en el que confluyen atrasos ancestrales, la lógica perversa del narcotráfico, que además de distribuir estupefacientes propaga el armamentismo y la pistolización, la poca eficacia y el descrédito de las instituciones de procuración e impartición de justicia, así como la profundizada miseria de amplios sectores de la sociedad, especialmente en las regiones rurales, fenómeno del que da cuenta el documento de la Cepal Efectos sociales de la globalización sobre la economía campesina, comentado el lunes pasado en este espacio. En esa misma edición se reproducían declaraciones de funcionarios del Instituto Nacional Indigenista (INI) en las que se alerta sobre la penetración del narcotráfico en diversas comunidades indígenas para utilizar a sus integrantes como transportadores y distribuidores de droga. Tal situación, señalaron entonces los funcionarios, es el último eslabón de una cadena de desventajas socioeconómicas, de marginación y de aislamiento geográfico de las comunidades afectadas.
Independientemente de las causas profundas y coyunturales de los atroces homicidios referidos -que son, por desgracia, botones de muestra de un fenómeno que tiende a crecer-, y de la obligación de esclarecerlos y de hacer justicia, es claro que la sociedad y las autoridades de todos los niveles deben intensificar sus acciones para aislar la violencia corriente y profundizar y extender la difusión de valores básicos de civismo y ética. Urge impedir que la barbarie homicida remplace las normas de convivencia.