Hace 20 años, los ejércitos sandinistas entraron en Managua (19 de julio) y echaron abajo la descomunal estatua de Somoza, el servidor del Tío Sam que explotara sin piedad al pueblo nicaragüense. Anastasio, hecho añicos posteriormente en Asunción por un bazucazo, era el último representante de la dinastía somocista iniciada por el primer Anastasio, jefe de la Guardia Nacional y asesino del heroico Augusto César Sandino (1934), luego que este rindió pacíficamente sus armas al presidente Juan Bautista Sacasa, sucesor en términos constitucionales de la derrotada administración de Carlos Solórzano (1925).
Cuando, en 1926, Sandino regresó de México a Nicaragua, aún creía que la salvación de su patria dependía del triunfo del legalismo constitucional contra el imposicionismo extraconstitucional, configurado en esos años por Adolfo Díaz y Emiliano Chamorro, sirvientes de los intereses expansionistas de Washington. Según la Ley Suprema de Nicaragua, al dejar Solórzano el gobierno debía ascender Sacasa en su carácter de vicepresidente, pero las autoridades estdunidenses colocaron a Díaz con el escudo de las tropas de ocupación, por considerarlo un perfecto vendepatrias. El rompimiento del orden constitucional auspició la rebelión de Sacasa, comandada por el general José María Moncada y establecida en el Atlántico Puerto Cabezas (1926); hasta este lugar se dirigiría Sandino como jefe de modesta guerrilla asentada en el ahora legendario cerro segobiano El Chipote, para solicitar armas y apoyo en favor de su lucha constitucionalista y contraimperial; nada logró de Moncada ni de Sacasa, y las armas con que regresó a su centro de operaciones fueron las arrojadas por sacasistas al Río Coco, al verde copados por las fuerzas enemigas, armas por cierto proporcionadas por Plutarco Elías Calles, con el disgusto de la Casa Blanca.
Una cabal revelación de la verdadera y trágica situación de su país, llenó de luz la conciencia del caudillo al enterarse de la traición de Tipitapa (1927), diminuta villa donde Moncada suscribió la rendición de los alzados con el representante del presidente C. Coolige (1923-29). Todas las sombras se despejarían ante la nueva claridad. El problema de Nicaragua no era el de la lucha entre conservadores y liberales, ni tampoco del constitucionalismo y el contraconstitucionalismo, sino la lucha entre un pueblo y sus valores nacionales contra el trasnacionalismo capitalista que en función de su propia lógica de desarrollo necesitaba someter al subcontinente latinoamericano, incluida naturalmente Nicaragua, a las exigencias estadunidenses. El triunfo del Tío Sam en la Primera Guerra Mundial despojó en su beneficio los obstáculos europeos que habían frenado su desenvolvimiento hasta la firma del Tratado de Versalles (1919). Nada detendría al creciente capitalismo de Estados Unidos iniciado más de cien años antes, en 1823, cuando se difundió la doctrina Monroe, seguida por la Diplomacia del dólar y el Big-stick; ahora, en los años veinte, América Latina ingresaría como insumo a la contabilidad metropolitana y, consecuentemente, Nicaragua tenía que acatar las nuevas reglas; y en estas circunstancias Augusto César Sandino, a los 30 años de edad, en las fortalezas de El Chipotón, unido a unos cientos de hombres, el 2 de septiembre de 1927 juró al mismo tiempo que sus compañeros, el documento creador del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua, a fin de iniciar la guerra contra el auténtico rival de la patria: el capitalismo extranjero opresor. ``Mantenemos la bandera de la libertad para Nicaragua y para toda Hispanoamérica'', escribió el hijo de Niquinohomo. En el escenario de la historia, Sandino puso frente a frente la libertad y la dignidad humanas, y los cañones y armas letales de élites ocupadas en convertir al mundo en un gran mercado de ganancias mercantiles, y no en la victoria de las instancias éticas que substancian el perfeccionamiento de la vida con la aplicación de las ciencias y los valores morales transformadores del saber en sabiduría. Esto es precisamente lo que los seres humanos sentimos, entendemos y queremos al gritar con todas nuestras fuerzas: ¡Viva Sandino!, y es también lo que los nicaragüenses sienten, entienden y desean al recordarse entrando en Managua y echando abajo la estatua del tirano Somoza, y es lo mismo que ahora sentimos, entendemos y exigimos los mexicanos al expresar nuestra decisión irrevocable de liberarnos de las minorías acaudaladas y dueñas del poder político, que se han propuesto precipitarnos en el abismo de las Atlántidas olvidadas. Gritar hoy: ¡Viva Sandino! Es decir no a quienes buscan imponer la cultura de la corrupción sobre la cultura del bien común.