Carlos Bonfil
Carta de amor

En busca del tiempo perdido. El título de Proust aparece en la biblioteca de una escuela japonesa como símbolo, fetiche, referencia exquisita, de una historia de amor muy singular. El duodécimo largometraje del director nipón Shunji Iwai, Carta de amor (Love letter, 1995-99), posiblemente la cinta más lograda y sugerente del Sexto Festival Cinematográfico de Verano de la UNAM, tiene como temas centrales el poder de la evocación, la melancolía de la pérdida amorosa, y la recuperación del entusiasmo afectivo por vía de la imaginación. Itsuki (Takashi Kashiwabara), un joven alpinista, estudiante hosco y ensimismado, fallecido en un accidente de montaña, es recordado por su novia Hiroko (Miho Nakayama), quien le envía una carta póstuma, y también por una antigua compañera de escuela, llamada, como él, Itsuki (Miho Nakayama, de nueva cuenta), quien por azar termina contestándola.

Carta de amor es un sutil juego de reflejos e identidades dobles, desde la suerte de dos estudiantes, de sexos distintos, que padecen el escarnio general por llevar el mismo nombre, hasta el extraordinario parecido físico de las dos mujeres que muchos años después descubren haber amado al mismo hombre, como si una de ellas fuera variación y complemento de la rival desconocida, y como si a través del recuerdo pudieran juntas completar el retrato del amante huraño, celoso de su individualidad, inaccesible y tremendamente frágil.

La cinta de Shunji Iwai resume en secuencias espléndidas algunos de los temas recurrentes en la cinematografía japonesa: la sublimación del amor después de la muerte (Mizoguchi), la enfermedad y el fortalecimiento de los vínculos familiares (Imamura), el lirismo visual y la exploración sentimental (Kitano), pero su factura y limpidez narrativa la aproximan igualmente al cine del polaco Kieslowski o del español Julio Medem. La fuerza de la cinta de Iwai, procede sin embargo, de una tradición literaria nipona muy antigua, la de los cuentos fantásticos, Ugetsu Monogatari, en los que un amante podía comunicar desde ultratumba con la persona amada en recreaciones sobrecogedoras de la naturaleza. Una carta de amor no recurre por supuesto a estas atmósferas irreales. Muchas de sus escenas acusan un realismo muy crudo, como aquella en que la joven Hiroko es conducida por su abuelo al hospital donde casi pierde la vida. Hay sin embargo un registro constante de tonos melancólicos y de referencias a la pasión amorosa engrandecida por la pérdida física, ya sea en los encuentros afectivos (el regreso de la protagonista a la escuela donde fue bibliotecaria), o en el tributo de las nuevas estudiantes a la vieja historia de amor frustrado que hoy las fascina, en las poesías de Mallarmé leídas por el joven alpinista antes de morir, o en el retrato a mano, disimulado detrás de una ficha de biblioteca, que de una generación a otra permanece como ahogada declaración amorosa.

La exhibición de Carta de amor en once salas de cine a lo largo de tres meses es un pretexto ideal para reactivar el interés del cinéfilo por el cine oriental. Actualmente esta cinta de Iwai y la taiwanesa El último baile/El agujero, de Tsai Ming-Liang (proyectada hoy en la Cineteca Nacional), son sin lugar a dudas las mejores revelaciones en cartelera. Habría que aprovechar este momento para (re)descubrir, a partir de la próxima semana, igualmente en Cineteca, obras japonesas de los años cincuenta y sesenta (Naruse, Ichikawa, Yasujiro Ozu, Kobayashi), o la estupenda La venganza es mía (Imamura, 1980), en el ciclo El cine olvidado.

Carta de amor se exhibe esta semana en Cinemex Casa de Arte-Masaryk (Polanco)