MAR DE HISTORIAS


Ivonne y el Caballero Azul

* Cristina Pacheco *

 

Cuatro veces he marcado el teléfono de Antonio. Por la forma en que su auxiliar responde: "no está", me imagino muy bien a Toño ordenándole: "Chavo: si llama Irene le dices que salí y no sabes a qué hora volveré."

Conozco su rutina: llega a la imprenta a las nueve y sale a las siete de la noche. Pasa horas imprimiendo tesis, volantes y canciones de aficionados que sueñan con ser famosos. Mi fama es la de ser indiferente. Mis hermanas se quejan de que nunca atiendo a lo que dicen. Anoche le pregunté a Antonio por qué se había quedado tan calladito y me salió con lo mismo: "ƑQué caso tiene que hable? No te interesa lo que digo".

Pasé la noche sin dormir y con unas ganas terribles de llamar a Antonio, pero no lo hice. En la mañana, en cuanto llegué a la tienda, me pegué al teléfono. "No está y no dijo a qué horas regresaría". Insistiré. Quiero explicarle a Toño lo que me pasó ayer, lo que me sucede siempre.

 

II

 

Necesito reconstruirlo todo. Antonio y yo nos citamos a las cuatro en Santo Domingo. Llevábamos tiempo sin comer juntos. Al terminar propuso que camináramos un rato. Después de la tormenta la calle estaba fresca y muy sola. Eso contribuyó a que Toño se abriera más que de costumbre. Me habló de que cuando era niño se comía el alimento que su madre le ordenaba dar a las palomas. Muchas de las cosas que Antonio iba contando me llevaban hacia mis propios recuerdos, pero evité caer en ellos haciéndole preguntas.

Llegamos hasta San Fernando. Allí Antonio recordó su época de tahonero en una panadería de las calles de Mina. "Aún existe. ƑQuieres conocerla?" Me agradó la idea. Estaba embebida escuchándolo, pero en cuanto dimos vuelta a la derecha y vi el edificio de mosaicos amarillos y azules creí hallarme en el Teatro Poncelis, escuchando la primera orden que me dio la señorita Ivonne antes de que comenzara a maquillarla: "Corre, asómate y dime si entre el público está un caballero todo vestido de azul."

A partir de entonces, antes de las funciones la señorita Ivonne siempre me ordenaba fisgar por el agujerito del telón. Al principio fui sincera: "No hay ningún señor vestido como usted dice." Después, cuando me di cuenta de que mi respuesta la hacía beber el doble de ron, decidí alentarla con falsas ilusiones: "Presiento que hoy sí vendrá el Caballero Azul."

La señorita Ivonne nunca quiso decirme qué importancia tenía aquel hombre en su vida. En los últimos tiempos en que estuve a su servicio, cuando su dependencia del alcohol puso en peligro su trabajo y el mío, acabé por mentirle: "Anímese: me pareció ver a su Caballero Azul. Eso le daba fuerzas para levantarse y actuar. Al final, cuando ya se había ido el último espectador, permanecía en el escenario sonriente y con los brazos abiertos hasta que el señor Poncelis me ordenaba: "ƑQué espera? ƑNo sabe que la luz cuesta? Llévatela."

Conducir a la señorita Ivonne a su camerino era muy tardado porque ella se detenía a cada paso: "ƑEstás segura de que viste a mi Caballero Azul?" "Desde luego, de otro modo no se lo hubiera dicho." Ivonne reflexionaba: "ƑEntonces por qué no subió a saludarme? Llevo años esperándolo." Ansiosa de irme a descansar seguía con la mentira: "A lo mejor andaba con prisas. Usted no se preocupe: seguro regresa a la función de mañana".

Siempre tuve miedo de que no hubiera "función de mañana". Las entradas eran cada vez más escasas. Si el señor Poncelis no cerró el teatro fue porque la compañía era su única familia. Al despedirla iba a enfrentarse a una vida real donde la miseria, la soledad y la vejez eran más que escenografías y maquillajes.

 

III

 

Todo eso se me vino a la cabeza en el momento en que Antonio y yo doblamos en la calle de Mina y vi el edificio de mosaicos azules y amarillos. Me quedé atrapada en esos recuerdos sin darme cuenta de que Toño seguía hablándome de su época de panadero. Debe haber sido una época muy importante para él, porque cuando notó mi distracción se ofendió y detuvo un taxi para llevarme a mi casa.

Durante el trayecto intenté explicarle lo que me había sucedido pero él ni siquiera me miró. La situación acabó de complicarse cuando le dije que el edificio me había recordado al Caballero Azul. Me mal-interpretó: "Debiste comenzar por allí, en vez de permitir que hiciera el idiota."

Aunque me hirieron, sus palabras no me extrañaron. Todo el tiempo me reclama lo mismo. Estoy muy atenta escuchando a una persona pero si dice una frase o cierta palabra -nunca sé cuáles podrán ser- ya no me quedo en eso y me voy hasta donde me llevan mis recuerdos.

Desde niña fui así. Lamento no haberles hecho caso a mi madre y a mis maestros cuando me aconsejaron sobreponerme a esta debilidad si no quería tener problemas. Anoche comprobé que estaban en lo cierto. Lo más terrible es que si logro comunicarme con Antonio y explicarle lo que me sucedió, nada me garantiza que una palabra o una frase no me llevarán a otra historia. Por el momento debo pensar en lo que sucedió la última noche de la señorita Ivonne. Así tal vez me libere por lo menos de un recuerdo.

 

IV

 

Era domingo. Cuando llegué al camerino vi a la señorita Ivonne echada en el sofá, con los brazos abiertos y respirando muy lentamente. No pensé que estuviera enferma sino aturdida por el alcohol. Me fastidió tanto que, en venganza, no la estimulé aludiendo al Caballero Azul. Sólo le recordé su obligación de cumplir con el público y con el pobre señor Poncelis quien, además de sostenerle el sueldo, le permitía vivir en el camerino. Reaccionó: "Trae la peluca". Mientras se la encajaba en la cabeza calva murmuró: "Con que no llegue tarde..."

Comprendí que se refería a su Caballero Azul y me arrepentí de no haberlo mencionado antes. En eso apareció un tramoyista: "Poncelis te busca". Al salir del camerino dije: "De paso me asomo a ver si está el Caballero". La señorita Ivonne me miró de una manera muy extraña y por primera vez me sentí cohibida.

Encontré al señor Poncelis en mangas de camisa y con un cigarro entre los labios. "Atiende la taquilla. Está llegando mucha gente." Fingí creerle pero después me llevé una enorme sorpresa al ver que familias, parejas, hombres y mujeres solos llegaban al teatro seducidos por Juana la Loca. No tuve tiempo de regresar junto a la señorita Ivonne para darle la buena noticia y la imprescindible dosis de ron.

 

V

 

No exagero si digo que aquella noche la vi actuar como nunca. Me sorprendió que, pese a su ebriedad, no hiciera pausas ni se tropezara a mitad del escenario. Se comportó como lo que debió haber sido en sus tiempos: una actriz. Al final hubo muchos aplausos. La señorita Ivonne apenas los agradeció. Parecía ansiosa de regresar a su camerino. "Le urge beber", pensé.

El señor Poncelis me ordenó pararme en la puerta y reportarle todos los comentarios. Cuando regresé al teatro vi a un anciano sentado en la primera fila. Imaginé que era uno de los borrachines que iban a las funciones a dormir la mona. Me acerqué a decirle: "La función ya terminó". El desconocido respondió: "Ya lo sé". Luego caminó muy despacio rumbo a la salida.

La poca luz que había en el teatro no me permite asegurar que el hombre iba llorando pero sí que estaba todo vestido de azul: hasta un clavel prendido en la solapa era de ese color. Cuando quise detenerlo fue demasiado tarde. Entonces corrí al camerino de la señorita Ivonne. La hallé tendida en su sofá, con los brazos abiertos y una gran sonrisa para siempre congelada en su boca.