DOA AMPARO, EL BACHILLER PORNO Y LA MALA PUNTERêA Un joven ``padre de la patria'' (así se les decía a los señores parlamentarios en los tiempos de las efusiones retóricas), miembro de la Comisión que revisa las leyes reguladoras de las artes interpretativas y sus relaciones con la sociedad, genuinamente preocupado por el tema de la censura, nos pidió a algunos vetustos teatreros que le contáramos anécdotas relacionadas con nuestras experiencias y aventuras con esa feroz dama gordinflona, hipócrita y puritana que es la censura. Tal vez las más destacables son las que paso a contarles: 1. El exilio español nos trajo a un grupo de notables teatreros y cineros, presididos por Luis Buñuel, poderoso, original, humorista, luchador, imaginativo, siempre lleno de nuevos signos y de metáforas sorprendentes. A su lado, Julio Alejandro, el talentoso y prudente guionista también aragonés, Luis Alcoriza, Max Aub, Manolo Altolaguirre, Paco Regueira y un entusiasta grupo mexicano, echaron a andar un proyecto de renovación de nuestro cine que, a veces, logró imponerse a las vulgaridades, cursilerías y lugares comunes de los mercachifles. Una de las primeras actrices que llegaron a nuestro país fue Doña Amparo Villegas, excelente intérprete y generosísima maestra de actuación. Su papel emblemático fue el de La Celestina, que compuso a lo largo de muchos años, imprimiéndole un carácter en el cual se mezclaban las formas clásicas con una serie de experimentos basados en la vivencia preconizada por ``el método'', y con algunas ideas esbozadas por el dadaísmo, el surrealismo y otros movimientos de vanguardia. Un empleado de la entonces llamada Oficina de Espectáculos asistió al estreno de La Celestina de Doña Amparo y, convulsionado ante el rotundo conjunto de ``porquerías carnales y notorias perversiones'', recomendó a su Oficina censurar drásticamente esa obra que podía hacer mucho daño a la moral general, y dictar orden de aprehensión en contra del pornográfico autor de tantas barbaridades, el Bachiller Fernando de Rojas. Tengo entendido que el citado ``bachiller'' no estaba en condiciones de sujetarse a un proceso por faltas a la moral y que el aspirante a censor, en lugar de ser enviado a la primaria ``Niño Artillero'' para que iniciara su educación, como era primo de un jefazo policiaco, fue rescatado y acogido en su nueva adscripción, la Inspección de Alcoholes. 2.Cuando pusimos en La Casa del Lago la obra de Klosovsky, Roberte ce soir, algunos de los padres terribles empezaron a esgrimir sus trémulos pulgares para condenar tantas inmoralidades indignas de un recinto académico. Dirigía el espectáculo el talentoso Juan José Gurrola, asesorado por un gran especialista en el tema, Juan García Ponce. Fuensanta Zertuche, Martín Lasalle, Oscar Quiroga, José Angel García y yo formábamos el reparto. Gurrola y la inolvidable Fiona Alexander levantaron una escenografía sencilla y perfecta para crear una inquietante tensión espiritual. Para el segundo acto, Fiona construyó, en una de las salas del centro cultural universitario más cercano a las clases populares, una caja forrada por todos lados de papel espejo que repetía hasta el infinito a los personajes del complejo mundo femenino de Klosovsky. Al día siguiente del estreno sonó el teléfono de La Casa del Lago y se escuchó la voz del rector. Me indicó que ya habíamos rebasado los límites de lo tolerable y que los profesores más distinguidos (léase el grupo selecto de las ``Señoritas Secante'') exigían que cesaran los atentados en contra de las buenas costumbres. ``Me dicen, Hugo, que en una escena de la obra, un enanito vestido de mariscal napoleónico le pone un anillo en el clítoris a la actriz principal...'' Acepté que así era la escena, pero, en mi descargo, aventuré una especie de disculpa: ``Es cierto, señor rector, pero le aseguro que casi nunca le atina...'' Se hizo el silencio y una carcajada que no esperaba me tranquilizó... ``Está bien, sigan adelante. Ya trataré de torear a los frenéticos censores.'' Pasamos ese mal trago, pero el siguiente concitó toda la furia de los padres terribles y tuvimos que irnos con la música a otra parte. Ya les contaré al Señor Diputado y a los lectores la continuación de esta historia. Hugo Gutiérrez Vega
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¿Cómo era Homero? No sabemos. De Aristóteles sabemos que era calvo y de Santo Tomás que era gordo. No es mucho. En cambio tenemos un retrato de Dante Alighieri y su rostro delgado, de nariz aguileña, nos es familiar. Lo pintó nada menos que Giotto. El retrato está en la pared de la Capilla del Bargello, y esta capilla, a su vez, está en el Palazzo de la Podestá, de Florencia. Pero Gombrich lo pone en duda. No duda que Giotto pintó a Dante: duda que ese rostro que ahí vemos sea precisamente el de Dante. Y si no es de Dante, ¿de quién es? No, de nadie en particular. Lo que pudo haber sucedido es que, de manera muy propia de esos tiempos, Giotto pintara a Dante no como era, sino como debía ser. ¿Quién? Un gran poeta. Los tratados medievales de fisonómica y de temperamentos prescribían minuciosamente cómo debería ser el rostro de un gran poeta. En la mentalidad medieval, por raro que parezca, de ciertas cosas importaba menos cómo eran de hecho y en realidad que cómo deberían ser. Es decir, había más verdad en el retrato ideal que en el real. Ahora bien, dado que las facciones del rostro que pintó Giotto corresponden a la caracterización ideal de un gran poeta prescrita por los tratadistas, cabe pensar que ese rostro que ahí vemos no sea el de Dante. Pero, claro, no podemos saber, simplemente, porque no sabemos cómo era el rostro de Dante. Aunque tenemos el testimonio de Boccaccio, quien en su Vida de Dante, lo describe así: ``Nuestro poeta era de mediana altura, y en su edad madura caminaba un tanto encorvado, con paso lento y grave. Vestía siempre con toda propiedad, como convenía a sus años. De rostro alargado, nariz aquilina y ojos pequeños. Boca grande y labio inferior saliente.'' Hasta aquí las facciones concuerdan perfectamente con el rostro pintado por Giotto. Pero viene el problema: ``era de tez oscura, los cabellos y la barba espesos, negros y rizados, y tenía una expresión siempre melancólica y reflexiva''. ¿Qué hacer con esta barba? No figura en el retrato de Giotto. ¿Quién visualiza a Dante con barba negra, espesa y rizada? Pero dejemos aquí la interminable polémica sobre la fisonomía dantesca. Estamos equivocados si pensamos que esos retratos ideales pertenecen al pasado. No; por el contrario, siguen operando. La pregunta ¿cómo te imaginas el rostro de Dulcinea del Toboso?, tiene sentido (aunque Dulcinea no haya existido). Algo imaginamos. Esto que imaginamos es un retrato idealizado. Y cómo nos imaginamos a Aldonza Lorenzo, ya no a Dulcinea, también es retrato idealizado. Si te pregunto ¿cómo te imaginas a Atila, llamado por su crueldad El azote de Dios?, algo viene a tu mente, cierto conjunto de características. Por ejemplo, no lo imaginarías distraído, creo, sino atento, muy atento, obsesivo, porque la crueldad es cuidadosa de los detalles. Estas características en conjunto te permiten imaginarlo y van constituyendo tu retrato ideal de Atila. Y es este retrato ideal el que los medievales, como Giotto, preferían al retrato real. Como ves, no andaban tan desencaminados. En cierto momento de Hamlet, se dice que Hamlet está gordo. Pero nadie ha hecho caso nunca de esta acotación. ¿Quién puede imaginar gordo al melancólico y dubitativo príncipe? Aquí la conjetura imaginativa (o retrato ideal) se impone sobre lo declarado por el autor. Y voy a dar otro ejemplo, pero sin ánimo de entrar en ninguna discusión (aclaro que no sé nada y sólo aventuro una conjetura de aficionado): el retrato de Sor Juana de todos conocido me parece a mí un retrato ideal y no real. Me parece que pinta ``cómo debería ser'' una gran poeta, y no ``cómo era'' esa mujer. Esto, entre otras cosas, porque no veo en el retrato la menor peculiaridad; me parece un rostro neutro, es decir, estilizado o idealizado. Ahora, el más conocido de los retratos idealizados es el de Cristo, tal como lo pintó Leonardo en La última cena. Por eso Walter Pater describe a Leonardo como ``el hombre que dibujó para los siglos el rostro de Cristo''. Y obsérvese que, cosa curiosa, se parece un poco al de Dante. No sabemos cómo era el rostro de Cristo. Pero sabemos cómo era Descartes: lo pintó, y muy bien, un gran retrato, Frans Hals. Y sabemos cómo era Góngora, pintado nada menos que por Diego Velázquez. En ambos casos la idealización se reduce a cero, y la más gruesa individualidad material ocupa todo el terreno. ¿Cómo era Cervantes? También lo sabemos, pero esta vez no por un retrato pintado con pinceles y colores, sino con palabras. Me refiero, claro, al autorretrato verbal que Cervantes trazó en el prólogo a las Novelas Ejemplares. Pero de esto hablaremos la próxima vez.
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