La Jornada Semanal, 25 de julio de 1999
Mario Quintana no fue miembro de la Academia Brasileña (``La casa de los inmortales'') y a lo largo de su vida recibió poquísimos premios. Sus conciudadanos -especialmente los dedicados a la crítica literaria- le han escatimado estímulos y elogios. Sin embargo, nunca dejó de escribir y de publicar sus modestos libros en casas editoras igualmente modestas.
Nació en la ciudad de Alegrete, Río Grande del Sur, en 1906. Estudió en el Colegio Militar de Porto Alegre y dedicó lo mejor de su vida al periodismo, la traducción (son notables sus versiones de obras de Charles Morgan, Virginia Woolf, Rosamund Lehman, Proust y Voltaire) y las tareas editoriales.
Pertenece a la generación de escritores ``gauchos'', encabezada por Augusto Meyer y Erico Veríssimo. Drummond de Andrade y Manuel Bandeira hicieron comentarios entusiastas sobre su poesía original, ferozmente auténtica y siempre alejada de las modas y las banderías.
Los jóvenes brasileños se interesan ahora por la vida y la obra de este poeta marginal que, con frecuencia, visitaba las universidades para dar trémulos y humorísticos recitales de su poesía. Su figura pequeñita y sus ojos vivaces formaban parte de la imaginería literaria de las nuevas generaciones. Los críticos y los editores seguían calladitos... la Academia también... Aguantando la risa, Quintana siguió escribiendo hasta unas horas antes de su muerte.
Mis versiones de estos poemas de Quintana son demasiado libres. Las publico guiado por el mucho amor y por la admiración más rendida. Reconozco mis culpas de antemano y espero que esta nueva incursión (las anteriores han sido poco felices) en los terrenos de la traducción, sirva simplemente para dar a conocer en México un poco de la obra magistral de este sencillo y genial poeta gaucho.
Si no hay sillas mecedoras en el cielo...
¿qué pasará con mi Tía
Elida
que para allá se fue?
Una hormiguita atravesó en diagonal la página
todavía en
blanco. Esa noche, él no escribió
nada. ¿Para qué? si por esa
página ya habían
pasado la inquietud y el misterio de la
vida.
Doña Cómoda tiene tres cajones y un aire
satisfecho de señora
rica. En esos cajones
guarda cosas de otros tiempos nada
más
para ella. Siempre fue así Doña Cómoda:
gorda, cerrada,
egoísta.
Trotan, trotan, desbarrancando mi sueño,
los innumerables burritos
de la madrugada.
¿Llevan naranjas? ¿llevan repollos? ¿llevan
calabazas? No.
Llevan colores: verdes tiernos,
amarillos
vivaces, morados, rosas, ocres.
Son los burritos
pintores.
Amar es cambiar el alma de domicilio.
Con sus oooes de espanto, sus errres guturales
y su hirsuta h,
horror es una palabra con los
cabellos erizados, asustada de su
propio
significado.
Va andando y va creciendo.
Todo en ella es alto y flaco:
la voz,
los gestos, las piernas...
¡Antílopes! Veo antílopes cuando
pasa,
Pinta al pasar un friso de antílopes,
de bambúes al
viento, de lunas caminantes,
mutables, crecientes...
El reloj pespuntea, meticulosamente, quilómetros
y quilómetros de
silencio nocturno.
De vez en cuando, los viejos roperos
crujen
como huesos.
En la isla del patio, el perro
ladrando.
Es la luna.
Y, al recordar otra luna, los ojos de
Lilí,
sorprendidos, se abren en la obscuridad.
Nota y versiones de Hugo Gutiérrez Vega