La Jornada Semanal, 25 de julio de 1999
El traslado del cuartel de la PE al cuartel de los Paracaidistas del Ejército fue breve y sin incidentes. El área del PQD -abreviatura con que el batallón de paracaidistas es conocido entre los soldados-, también en la Villa Militar, se encuentra a algunos kilómetros del área de la PE, y fuimos transportados en un jeep o camioneta del ejército, pudiendo ver el camino y sentir el viento caliente por la ventana. La única novedad sorprendente fue que, al llegar al cuartel que me alojaría, fui separado de [Gilberto] Gil, que siguió en el vehículo. Después me enteré de que había sido llevado a otro cuartel del PQD, pero cuando nos separaron sentí miedo de nunca más volver a verlo. Me acuerdo del portón que daba a una subida con edificaciones blancas de diversos tamaños, la mayor de ellas en la cima de la ladera. La celda que me estaba destinada quedaba abajo, en la entrada, junto a la garita. Aunque yo me quedaría solo en ella, no se podría llamar celda solitaria, pues, al contrario de la de Barao de Mesquita, ésta tenía una cama con sábanas y almohada con funda, y el baño era un cuarto independiente, con excusado y regadera a una razonable distancia uno de la otra, además de un lavabo limpio. Creo que también había jabón. Una puerta de reja de hierro separaba esa escuálida suite, caliente como un horno, de una antesala que daba hacia la entrada del cuartel y estaba siempre vigilada por un soldado. En lo tocante a mi vigilancia, ese soldado obedecía a un sargento que siempre andaba por ahí cerca; el sargento obedecía al oficial de guardia (casi siempre un teniente) quien, a su vez, obedecía al mayor, comandante del cuartel. No dejó de representar un alivio considerable salir de la Policía del Ejército para entrar en el PQD. Esta tropa, así como la otra, era considerada ``de élite'', pero por razones diferentes. Y no se puede imaginar una rivalidad mayor que la que había entre las dos. Aunque oyéramos los gritos de -se decía- pequeños infractores civiles en las noches del cuartel de la PE, ésta, oficialmente, sólo existía para reprimir militares. Los paracaidistas estaban, por lo tanto, sujetos a encarcelamientos y castigos efectuados por aquella superpolicía. Ellos, a su vez, eran de la élite por la especialidad a que se dedicaban: orgullosos de sus exhaustivos entrenamientos y de sus arriesgados saltos libres hechos a algunos millares de metros de altura desde aviones de la fuerza aérea, esos oficiales y soldados del ejército se jactaban incluso de su belleza física (muchos me decían, veladamente, que ese requisito era extraoficialmente considerado cuando se hacía la selección de los reclutas), y odiaban estar sujetos a la brutalidad de los soldados de la PE. Temían y detestaban sobre todo a los ``catarinas''.(1) Los primeros PQD que hablaron conmigo me aseguraron que entre ellos yo no sería tratado como entre los PE. Me hacían preguntas que revelaban el deseo de que yo hablara mal de mis antiguos hospederos. Y querían hacer resaltar el contraste. Eso me dio la esperanza de que mi situación se resolvería.
Pero precisamente la esperanza puede llevarnos a una situación mental más peligrosa: ese movimiento de lo pésimo a lo menos malo, sin perspectivas de solución, se revela doloroso. De hecho, aunque empecé a tener una vida físicamente más digna, pasaron muchos días sin que nadie viniera a hablarme de interrogatorios -mucho menos de liberación. El mayor Hilton, comandante del cuartel, llegó por la noche a mi celda para verme y hablar conmigo. Su visita había sido anunciada repetidas veces por los soldados, sargentos y oficiales que se aproximaban a la reja durante el día, y yo esperaba mucho de ella. Pero el mayor se limitó a exponer las reglas del cuartel, con énfasis en la desaprobación de la imagen suavizada que quizá me habían dado de los paracaidistas. En suma, quería decir que, a pesar de ser educados, eran bastante duros y que no intentara hacer ninguna gracia. Y salió sin hacerme una sola pregunta. Yo sentía que sólo estaba siendo relativamente bien tratado para poder aguantar la prisión, que sin duda duraría para siempre. Eso me hizo presa de las supersticiones que, desde la adolescencia, vivía como un vicio mental casi inocente, y que se habían desarrollado de manera asombrosa en las dos primeras semanas en la PE. Aquí, con un poco menos de sueño, con varias antenas encendidas hacia el futuro próximo en busca del anuncio de la libertad, los rituales internos se multiplicaron y profundizaron, llevándome a adivinar con inexplicable precisión sucesos futuros, y a creer que podía actuar anticipadamente para provocarlos, evitarlos o modificarlos.
Había desarrollado un cada vez más complicado sistema de señales y de gestos mágicos, y una monstruosa sensibilidad para interpretar las señales, aunada a una no menos monstruosa imaginación para crear los gestos. Como aquel día en que, en la PE, me llevaron para cortarme el cabello, y yo, a partir de detalles mínimos, pude aproximarme a la definición de lo que iba a suceder (llegando a anticipar la adjetivación del acto inminente sin alcanzar su sustantivo), ahora percibía que un esquema de números, imágenes y preguntas era capaz de darme acceso al conocimiento de lo que estaba por venir, si se leía con pericia. Una mucho mayor excitación mental -consecuencia del mejoramiento de las condiciones materiales- contribuía a que el sistema se sofisticara. Y, mientras que en el Barao de Mesquita yo sólo temía que [la canción] ``Súplica'' y las cucarachas fueran de mal augurio, aquí en el PQD comencé a otorgar significados a todas las canciones que cantaba o que escuchaba. Y a efectuar operaciones matemáticas con el número de veces que veía cucarachas o que se oía o se cantaba una canción. Primero eso se dio con un repertorio parco; yo cantaba o silbaba alguna canción; un soldado lo hacía; a veces un sargento se paraba cerca de ahí con una radio. Cuando yo mismo conseguí un radito de pilas (que un sargento me prestó y que yo escondía bajo la almohada cada vez que me avisaban que el oficial de guardia se acercaba), varias canciones -cuyo valor adivinatorio iba probando a medida que se repetían- entraron en el juego y finalmente llegué a adivinar con absoluta exactitud el día, la hora y el sitio donde me encontraría al recibir la noticia de la liberación.
Los baños de sol eran religiosamente observados por los paracaidistas. Me acuerdo de un soldadito que, al seguirme con el cañón de su ametralladora a pocos centímetros de mi cintura, repetía peticiones de disculpa, diciendo, con una voz sincera y conmovida, que no era por él que yo estaba ahí; que, si por él fuera, nunca me habría sucedido nada de eso. Un día, un oficial se acercó y, mandando al soldado que dejara de hacerlo, inició una conversación amena. Le gustaba la música popular. Recordó varios éxitos de Francisco Alves, el gran ídolo brasileño de los años treinta a los cincuenta. Entre esos éxitos, un samba-cancao lo conmovía especialmente: ``Fracaso'', y me preguntaba si lo sabía cantar. Sí sabía y, no sin cierto placer, atendí su petición de que lo hiciera. El samba, con su melodía triste en tono menor, me agradaba y, a medida que iba cantándolo, tal como ocurrió con ``Súplica'' en el Barao de Mesquita, yo interpretaba las palabras de la letra como relacionadas con mi situación. Hoy veo con una mezcla de humor y disgusto aquella escena en el gran espacio abierto del cuartel del PQD. Bajo un sol brutal, con un cañón de ametralladora en las costillas, yo cantaba suavemente para el oficial de guardia: ``ÉPorque sólo me quedó la historia triste de ese amor/ La historia dolorosa de un fracasoÉ'' La palabra fracaso se oye siete veces a lo largo de la letra, culminando con la repetición insistente en las notas más altas al final de la canción: ``Fracaso, fracaso, fracaso, fracaso al final/ Por desearte tanto bien/ Y hacerme tanto mal.'' Esa palabra -repetida por mí en tales condiciones, y encima de todo vulnerabilizado como quedaba por la belleza de la música y la carga de emociones que despertaba por su valor histórico- se volvía una conjura maligna en mi imaginación. Y a veces, solo en mi celda, hacía un esfuerzo para alejar esa canción de mi cabeza, en la cual siempre volvía a cantarse por sí misma. Pasó a desempeñar un papel importante en el sistema que yo desarrollaba. Junto con ``Súplica'', ``Donde el cielo azul es más azul'' (también un antiguo éxito de Francisco Alves, un samba-exaltacao, género nacido en el Estado Nuevo, que alababa las virtudes de nuestro país y que, como en el caso de ``Súplica'', había estado cantando la noche anterior a mi detención) y ``Assum negro'' (el lúgubre baiao de Luiz Gonzaga que habla del carácter contradictorio de la libertad de ese pájaro que, al haber sido cegado para que cante mejor, aunque fuera de la jaula, está más preso que los que viven en cautiverio), ``Fracaso'' representaba una señal hacia el infierno. Con todo, estoy seguro de haber tenido que cantarla, después de eso, por lo menos una vez más para aquel teniente.
La comida era apenas un poco mejor que la de la PE. Lo que no es decir mucho, tan intolerable era ésta. Pero tener la cama, el baño y ningún mal trato adicional me hacía empezar a sentir de nuevo el gusto de poseer -ser- un cuerpo, y, desde las primeras noches, tuve esbozos de sueños eróticos. Estaba demasiado asustado como para no despertar con sobresaltos antes de permitirme una eyaculación. A la hora del baño -en el agua que salía muy caliente debido al clima-, me sorprendía con asombrosas erecciones espontáneas, sintiéndome al borde de un orgasmo. Después de haberme resignado a tener una libido en cero para siempre, ese prodigio me daba una alegría mayor de la que estaba preparado para soportar. Pero, antes de que me decidiera a ir hasta el fin, la masturbación se volvió el tabú por excelencia en mi sistema interno de control del devenir. De hecho, aparte de la masturbación, nada puede tan fácilmente ejercer tal función en un sistema de esos. Acto solitario acusado primero de profanar el templo del cuerpo; después, de disipar sus energías; por último, de retardar la madurez sexual, la masturbación luego es identificada con un relajamiento de la concentración necesaria para que el yo enfrente las fuerzas que se le oponen. Es un contacto directo con la realidad del sexo -de la vida-, que, al estar (literalmente) en nuestras manos hacer o dejar de hacer, se muestra como una indulgencia empobrecedora de las posibilidades, una anticipación de la frustración. No es tanto que, en un momento desesperado como el mío en la prisión, sucumbamos a la idea, aprendida en la infancia, de la masturbación como pecado. Yo diría más bien que en esos momentos entendemos mejor por qué una idea tan especial de pecado está vinculada a la masturbación. Así, en mi esquema, la peor señal era ver una cucaracha, y el peor gesto (que no hice hasta salir de ahí) era masturbarme. Por otra parte, matar una cucaracha (acto en principio casi imposible) significaba que yo avanzaría en la dirección de la libertad con sufrimiento, mientras que la audición de ciertas canciones auguraba sorprendentes buenas noticias.
Las cosas realmente mejoraban. Creo que desde la segunda semana permitieron que Dedé me visitara. Ellos abrían la puerta de reja y la dejaban entrar. Todo se transformó. No nos quedábamos a solas: el soldado tenía órdenes de permanecer vigilándonos y, de todos modos, al ser la puerta enrejada, no podríamos tener intimidad. Pero ella se sentaba a mi lado en la cama, me contaba sobre el mundo de afuera y sobre sus andanzas para intentar liberarme. Oía mi confuso relato de los días que estuve sin verla y me consolaba. Me traía libros y revistas (finalmente aquí se permitían) y recados de amigos, además de un bote de Baygón y -ahora ella me asegura- Valium. El hecho de haber usado yo ese tranquilizante -que conocí después de la experiencia con auasca- podría llevarme a pensar que mi dificultad para dormir había vuelto con el relativo bienestar. Pero Dedé me dice que unos amigos nuestros, al oír lo que ella les contaba sobre mí, le aconsejaron que me trajera los comprimidos de Valium (que yo debía esconder) porque temían por mi estado mental. Ella misma parecía estar más sorprendida por mi estado físico. Me encontró terriblemente flaco y, sin avisarme, fue a la casa del mayor Hilton -que quedaba en Marechal Hermes, suburbio de la Zona Norte pegado a la Villa Militar- y exigió que yo tuviera acceso a una comida mejor. Supongo que Gil tenía, en el cuartel donde estaba detenido, derecho a comer la misma comida que los oficiales, y era eso lo que Dedé reclamaba para mí. Pero -así como el permiso para tener una guitarra dentro de la celda (que tantas veces, sin éxito, pedí al mayor)- ese privilegio se le otorgaba a Gil por haber concluido su carrera en la facultad y tener, por lo tanto, el ``nivel universitario'' que yo no tenía. Sin embargo, Dedé se informó de que, en todo caso, sólo me servirían la alimentación de mejor calidad si hubiera una razón de salud. Naturalmente, ella creía que yo tenía todas las razones para recibir un trato especial, pero debía convencer al mayor con algo concreto. Un día (lo que fue debidamente anunciado por la aparición de una cucaracha que maté con un chorro de Baygón), el mayor me mandó llamar y me amenazó, a gritos, de severos castigos, en caso de que no se confirmara lo que él sabía que era una mentira de mi mujer, quien, insolentemente, había ido a molestarlo a su casa para pedirle que me dieran comida de oficiales porque había tenido tuberculosis en la adolescencia. Ella le había asegurado que mi pulmón conservaba una cicatriz, y él había dado órdenes de que me hicieran una radiografía: ay de mí si la mentada cicatriz no aparecía. Me quedé muy asustado, pues Dedé no me había advertido nada al respecto. Me condujeron a un laboratorio radiológico donde sacaron placas de mi tórax que, finalmente, comprobaron la existencia de la cicatriz. Al día siguiente, el mayor, que no era un hombre brillante, me decía con gravedad: ``Felicidades, su mujer no mintió.''
(1) Habitantes del estado de Santa Catarina,
ubicado en el sur de Brasil y cuya población está constituida en gran
parte por gente rubia y alta.