En las bien remodeladas salas de la primera planta del Munal se exhibe la extraordinaria muestra Los pinceles de la historia, que contará con tres etapas. La primera permanecerá hasta finales del próximo septiembre y si digo que es ``extraordinaria'' no exagero, lo es por todo lo que implicó su preparación, por la ambición que supone el proyecto y por la erudición que desplegó el curador, Jaime Cuadriello, asistido por el eficaz equipo del museo y por investigadores de primera línea. Es toda una empresa, como así lo fue la Conquista de México.
Años atrás esta exposición, que no da cuenta de La visión de los vencidos, hubiera resultado imposible: he allí el problema, ni aún ahora podemos asimilarla del todo bien. Las piezas que integran el conjunto fueron realizadas entre 1680 y 1750.
Para la generalidad del público (incluida yo) tal opción, de primer embite, resulta un enigma: ¿es que no existe una iconografía anterior?, ¿no se produjo nada en el siglo XVI? Muchos recuerdos, sobre todo los de los conventos-fortaleza vienen a la memoria.
Una de las respuestas al enigma puede ser la siguiente: es seguro que la fragilidad y escasez de los ejemplares producidos por artífices novohispanos del XVI hayan hecho imposible pensar en su inclusión, eso por un lado; por otro, los mejores ejemplares de ese siglo están en los murales, ni modo que los estraparan y los trajeran al Munal, cosa que sería una barbarie.
Tal vez pudo haber una antecámara con algunas fotografías y reproducciones facsimilares que advirtieran sobre ello, pero no hay que preguntarse por lo que no está, sino más bien hacerse otro tipo de interrogante. ¿La historia pintada lo es? No, no lo es. Los retazos de la historia están en los documentos y en las crónicas, lo que tenemos a la vista es un repertorio visual que obedece a este supuesto: la recuperación iconográfica de los temas que están en el origen de la fundación del reino de la Nueva España: la Conquista, la evangelización y la instauración de la Iglesia se manifiestan con amplitud, tanto en la literatura como en la historia documental, hasta la segunda mitad del siglo XVII.
Si bien el esclarecimiento está basado en fuentes anteriores que pueden ser todo lo fidedignas o tergiversadas que se quiera, unas y otras vinieron a fundirse, a causar curiosidad, a provocar interés, tanto en Europa como en lo que ahora es México, hasta que aparecieron libros que las difundieron con amplitud. Recordemos que la crónica de Bernal Díaz del Castillo, por ejemplo, se publicó un siglo después de ser escrita.
Quien busque valores estéticos en la exposición, puede quedar algo frustrado, y fue lo que me sucedió durante mi primera visita; después ocurren las reflexiones: no era eso lo que se buscaba, ésta es una muestra que ha de vitalizar las cenizas de Erwin Panofsky en su tumba y que hubiera hecho feliz a académicos como Jan Bialostocki, lástima que no estén ya para gozarla. Pero estamos nosotros.
En lo primero que posé los ojos, con incredulidad, fue en el retrato de Carlos V de José de Ibarra, efectuado quizá en 1730-50. ¿Qué vio Ibarra?, ¿a un Julio César amoriscado y barroco? Este Carlos V no se parece a nada que yo haya visto (tal vez la lectura del copioso libro-catálogo me lo aclare posteriormente).
El grabado de la colección Condumex, también exhibido, da cuenta del error de Ibarra. Hay excelentes retratos de Carlos V, una copia cualquiera (hay varias) de los tres o más que realizó Tiziano hubiese funcionado como paradigma. Junto a esta obra hay un Moctezuma anónimo del siglo XVII; sus facciones son las de un santo hispano pasmado, luce sandalias de oro y una armadura impresionante; es una fortuna contar con este cuadro (colección Mercedes Iturbe), pues además de que como pintura es pasable el espectador reflexiona en lo que imaginó el autor acerca del ánimo del monarca, barbado y tristón, con su corona emplumada apoyada en el suelo. Luce como si tuviera al menos 50 años, es decir, una década se le vino encima al saber que le arrebatarían su reino. ¿Como lo sabía?, no importa, aunque su sapiencia sólo fuese sígnica, su retratista superpóstumo poseía ese conocimiento y lo convirtió en idea.
Otra pintura sobre Moctezuma es más optimista y procede del Museo degli Argenti de Florencia: el rey se ve como un joven alto y apuesto (el pintor no dominaba el dibujo anatómico, pero olvidemos eso). Está casi desnudo, con sus partes pudendas cubiertas por un elaboradísimo taparrabo, es un guerrero dispuesto a la batalla que va tocado con una diadema. Racialmente puede ser turco, calabrés, hindú, piel roja o mexica, eso no importa. La figura reaparece en un grabado, sor Isabella Piccini lo realizó en 1704, pues la pintura fue un regalo al serenísimo duque de la Toscana, Cosimo III (1642-1723). Se antoja que el grabado debe ser posterior a esa oferta, e indica que fue bien aceptada -no sólo como una curiosidad- por los Medici de la decadencia, que habían conservado e incrementado su fortuna, pero no así su decencia ni su cultura, aunque eso sí: siguieron coleccionado, sus genes bancarios persistieron. Es un acierto haber traído ese cuadro.