Esta caricatura retrospectiva de Woodstock, celebrada en la localidad imposible de Roma, Nueva York, termina con un vandalismo menor, sin más propósito que ejecutar un berrinche ante el vacío manifiesto: la economía va bien a secas, los escándalos presidenciales agotaron su gasolina hace ya meses, la última aventura militar del imperio no alcanzó rango de gesta ni de genocidio y hasta la drogadicción nacional parece ir a la baja. Es el fin de una época que, a pesar de todo, está encontrando su aterrizaje suave.
En términos formales la era Clinton termina el año entrante, pero para todo efecto práctico su protagonista central ya es un ser del pasado y Estados Unidos se encamina a una disputa por su herencia entre el pragmático George W. Bush y el inteligente, pero inexistente, Al Gore. Si Clinton se empeñó, durante su segundo mandato, en recordarnos que un ex liberal y fumador light de mariguana puede ser implacable, mortífero y cruel, el hijo de su antecesor está resuelto a demostrar que un republicano derechista también cuenta con piedad social. Atrapado entre esas dos referencias mayúsculas, el vicepresidente realiza denodados esfuerzos por formular algo coherente con los restos de la propuesta política de su jefe y, lo más importante, por esbozar una sonrisa.
Clinton representa la culminación de uno de los grandes proyectos transformadores del siglo, por más que este dato haya pasado inadvertido para casi todas las izquierdas del mundo. Como todos los otros, ese proyecto ha terminado por naufragar en las aguas confusas de la realidad. No es un aserto pesimista: el naufragio tiene connotaciones negativas y hasta trágicas pero, si se piensa dos veces, el suceso posee también una veta germinal y auspiciosa porque deja el mar sembrado de cadáveres, escombros y misterios que enriquecen, fecundan y dan historia al sitio de la catástrofe. El pedazo de lecho oceánico en el que yace el Titanic sería deleznable de no ser por los centenares de inocentes que lo sacralizaron con su muerte y fundaron la leyenda; Europa occidental no sería lo que es sin la socialdemocracia sembradora de bienestar social, Rusia sin bolcheviques y sin Stalin sería un inmenso paréntesis vacío en medio del Siglo XX. Sin la veta que comienza con Roosevelt y el New Deal, que renace y se eclipsa durante cinco décadas en forma intermitente, y que culmina con la era Clinton, Estados Unidos carecería de muchos de sus atributos y de sus distorsiones actuales.
Ahora parece ser que a la superpotencia le esperan tiempos grises, tanto si George W. Bush cumple su afán dinástico como si Al Gore consigue cobrar existencia, sonrisa y programa, e incluso si algún político larvario --como lo era Clinton en 1991-- les come el pastel a ambos. Es hora de administrar el más bisoño y el más incuestionado de los imperios, que, para colmo, celebra nada menos que en Roma, Nueva York, una de sus máximas efemérides culturales.