La muerte de Hassan II de Marruecos y la sucesión al trono de su hijo, con el nombre de Mohamed VI, sigue a la de otro rey, ocurrida algunos meses atrás, en el otro extremo del Mediterráneo, Hussein de Jordania, que también fue sucedido por su hijo, con el nombre de Abdallá II. ¿Qué hay en común entre estos dos acontecimientos? Varias cosas, pero señalemos aquí dos. La primera: los viejos reyes se habían convertido por sus prolongados reinados (cerca de cuatro décadas en ambos casos) en padres-de-la-patria con estructuras de poder más o menos rígidamente organizadas alrededor de sus personas. La segunda: sus sucesores son jóvenes técnicamente capacitados, con estudios en el exterior, de los cuales se espera un nuevo impulso a la modernización y democratización de sus países.
Mencionemos al margen que Africa del Norte y el Medio Oriente están salpicados de reyes, patriarcas, padres-padrones y gobernantes vitalicios cuyas edades los aproximan a la jubilación, del poder o de la vida. Con lo cual, varios países del área se avecinan inexorablemente a cambios generacionales en las élites del poder. Marruecos y Jordania son hoy vanguardias accidentales de una renovación generacional que podría ser una ocasión histórica o una nueva ocasión perdida. La clave es la democratización. Estamos hablando de países cuyas pocas décadas de independencia política no trajeron ni desarrollo económico ni democracia. Y que, además, como coronamiento de estos fracasos, experimentaron el resurgimiento reciente de formas homicidas de fanatismo islámico. En gran parte del Medio Oriente y de los países del Magreb, a lo largo de décadas el objetivo obsesivo fue la estabilidad política y en la mayoría de los casos este objetivo se alcanzó alrededor de monarquías, oficiales golpistas o líderes partidarios convertidos en guías vitalicios de sus países. ¿Cuáles han sido los costos de esta estabilidad política? Mencionemos tres.
La construcción de instituciones públicas dominadas por la corrupción, el clientelismo y el vaivén de favores y complicidades entre poder político y negocios. El bloqueo de posibilidades de desarrollo de una red de pequeñas y medianas empresas dinámicas y capaces de formar mercados activos sin la interferencia de megaproyectos públicos o de los pequeños o grandes robos de funcionarios estatales famélicos. Y obviamente la miseria, el analfabetismo y el fanatismo religioso.
En el Mediterráneo conviven dos fenómenos históricos: la Unión Europea, el proyecto más avanzado de superación del estrecho nacionalismo que en el siglo XX produjo tantas desgracias, y uno de los fenómenos civilizatorios más importantes del mundo: el Islam. De un lado un laboratorio de experimentación de nuevas formas de identidad política regional y del otro, una religión y una cultura que en el pasado produjeron, mucho antes del Renacimiento europeo, maravillas que van de la Bagdad abásida al imperio seléucida, de la Córdoba de la convivencia y el diálogo entre religiones a la Granada de las maravillas arquitectónicas, cuyos hombres, de Avicena a Averroes, de Harún-al-Rashid a Omar Kayyam han alumbrado con inteligencia y piedad siglos no siempre luminosos.
¿Dónde está el problema? Para decirlo rápidamente, reside en el hecho que esta notable cultura no alcanza todavía a definir perfiles propios, humanamente aceptables, ni en el terreno de la democracia ni en el del desarrollo económico. Y éstas son las tareas ineludibles de los nuevos líderes de la región. Lo que no podrán hacer será encubrir con retórica dinástico-patriótica sus fracasos, como a menudo hicieron sus padres. Si el capitalismo y la democracia política resultaran incompatibles con las tradiciones culturales y religiosas de estos países, sus gobernantes tendrían la obligación de buscar otros caminos.
Pero si esos caminos no existieran, como en el actual ciclo histórico no existen, la obligación sería obvia: buscar adaptaciones mutuas y la convivencia entre culturas locales y un tiempo mundial que impone ciertas condiciones para participar al avance económico global. Mas cualesquiera que sea el punto de equilibrio que los nuevos líderes permitan encontrar, algo es obvio desde ahora: con rigideces institucionales que impiden a los Estados adaptarse a los tiempos, y corrupción, que envuelve las sociedades en el descreimiento colectivo, no se va a ningún lado. Modernización es mucho más que apertura al exterior e inversiones extranjera.
El estilo bismarckiano de modernización fue posible en Alemania gracias a la disciplina y a la fuerza interior de la maquinaria institucional prusiana. Intentar lo mismo en otras partes, ha producido un rosario de desastres. Esperemos que Mohamed VI y Abdallá II hayan estudiado en el exterior historia además de las disciplinas técnicas de sus carreras.