Carlos Monsiváis*
Crímenes de odio por homofobia
Los datos son terribles en su bruma descriptiva, cifras de asesinados, recuentos de los lugares en que han ocurrido los crímenes. Entre 1995 y 1997 hay comprobadamente 117 víctimas del odio homofóbico: 38 de 1995, 42 de 1996 y 37 de 1997. De ellos, cinco son mujeres y 112 hombres, 63 casos se dieron en la ciudad de México, 23 en el estado de México y 13 en Veracruz. Establecido el registro inobjetable, la Comisión contra los crímenes de odio a partir de que el informe se basa en una sola publicación, apunta de acuerdo con criterios internacionales un número mucho más alto de víctimas. No hay datos confiables de la frontera norte ni el sureste, pródigos en este tipo de asesinatos, ni se saben de muchísimas muertes. Con este segundo criterio, la Comisión calcula que en cuatro años se han producido 495 ejecuciones de odio homofóbico en México, y 141 en 1998.
141 hombres y mujeres, por lo menos, fueron victimados en un año porque su conducta le pareció a sus asesinos una ``afrenta moral y social'', porque consideraron que nada se perdía con su muerte, y que al proceder muy violentamente contra ellos ejercían el derecho de extirpar a la cizaña, lo aborrecible por antinatural. Esto explica la crueldad en hoteles de paso y departamentos y encuentros callejeros, el gusto en la repetición de los movimientos del exterminio. Por eso, es relativamente fácil localizar el trazo homofóbico de un asesinato: la ferocidad agotadora, 40 o 50 puñaladas, golpes, torturas. El criminal por odio efectúa lo que, desde su perspectiva, es un acto de justicia inmanente. ``Este puto, este maricón, no merece vivir, y ya que la ley los deja libres, me toca a mí reparar la omisión''.
En rigor, en los crímenes del odio siempre se efectúa un linchamiento público al que, psicológicamente hablando, asisten, además del asesino, el grupo social en que se ha desenvuelto, las tradiciones homofóbicas del país, la impunidad que rodea a estos crímenes, y el tedio del poder judicial harto de repetirse en voz no necesariamente baja: ``Al pervertido lo matan sus costumbres, y el asesino físico sólo certifica la sentencia social''. Y más que ninguna otra característica, en los crímenes del odio interviene la casi perfecta indiferencia de la sociedad. A ella no tienen porqué venirla a molestarla con relatos sanguinarios de individuos ``raritos''. Muy mal que esto suceda, pero no es asunto suyo, porque ya bastante hace la sociedad en preocuparse en vano por lo que pasó en su interior, donde también reina la impunidad, para andarse escandalizando por lo que sucede en los márgenes. Ni siquiera en los casos de víctimas conocidas hay una reclamación de justicia. Nada se dijo cuando asesinaron al extraordinario compositor Rafael Elizondo, al actor Rafael Llamas, y a médicos, abogados, galeristas, coleccionistas de arte. Se lo buscaron, se dice, y las familias anhelan el silencio que, por lo menos, evite la victimación post-mortem. A los amigos, con frecuencia, se les detiene, interroga, chantajea, y no son excepcionales los saqueos de las casas y los departamentos de los asesinados. La homofobia es una operación de tiempo completo.
Por eso me resulta tan excepcional la decisión de la señora Alicia Valle que demanda justicia en el caso de su hijo, el doctor Estrada Valle y dos compañeros suyos victimados inicuamente. A la señora Valle no la intimidan las consecuencias de su campaña porque se propone honrar a su hijo del mejor modo posible: dándole sentido a su muerte como ejemplo de la barbarie que se desprende del odio homofóbico. Gracias a la señora Valle esta Comisión, a la que me honro en pertenecer, inició su trabajo y en él persiste con denuedo que contribuye a volver inteligible un panorama trágico. Véanse las formas de ejecución comprobadas en 1998: 18 golpeados y apuñalados, nueve atados, amordazados y asfixiados, cinco golpeados y desnucados, cinco apuñalados y muertos por rocas, cuatro por heridas de bala, tres a los que se ata, apuñala y quema, tres descuartizados y degollados.
No se necesita de mayores conocimientos psicológicos para reconstruir el proceso de la voluntad de exterminio. El criminal o los criminales pretenden con su locura homicida dar noticia de su inocencia fundamental, tan absurdo o canallesco como se vea. A sus ojos, ellos son inocentes porque el muerto no era persona, y tan es así que desató la fiebre vesánica sólo con su conducta. ``Se propasó/ quiso abusar de mí/ me faltó al respeto/ me quiso obligar a prácticas indecentes/ pretendía violarme...''. Estas explicaciones ni siquiera necesitan formularse, pertenecen a la índole del crimen. De allí la importancia de incorporar al Código Penal Federal y a los códigos penales de los estados los crímenes de odio, sea por homofobia o por racismo o por intolerancia religiosa o por machismo. Simplemente el ubicarlos como un fenómeno aparte es el principio de su erradicación. Es increíble que pese a la abundancia testimonial, sólo la insistencia de los movimientos gay de Norteamérica y la decisión del presidente Clinton de instalar un Comité contra los Crímenes del Odio, le hayan dado fuerza a movimientos de intención similar en América Latina.
La homofobia es una operación que va del linchamiento moral a la violencia policiaca, del rechazo de la humanidad del gay y la lesbiana al asesinato. Más de 140 asesinatos en un año debiera ser motivo de una enorme rectificación moral. A la homofobia se le debe el que pasen inadvertidos. Ahora, por ejemplo, y casi para variar, un municipio en poder del PAN, el de Córdoba, Veracruz, persuadido de representar al Partido de la Victoria Cultural, como ellos mismos pregonan, se lanza a una campaña animada por la consigna ``Limpiar a Córdoba de la escoria'', contra grupos de travestis, gays, lesbianas y prostitutas, según denuncia del Partido del Trabajo (La Jornada, 27 de julio de 1999). ¿Por qué no? El fundamentalismo no entiende de épocas preelectorales y si tiene poder quiere ejercerlo para acabar con la escoria (término grato al gobierno de Fidel Castro, por otra parte). Y si en el camino se violan derechos humanos, siempre se puede argüir que no eran seres humanos sino maricones. Para eso sirve la homofobia, para que la impunidad que la ha rodeado se presente como un capítulo más del libro de Levítico.
Los crímenes de odio por homofobia son una vergüenza nacional y así deben registrarse.
* Texto presentado por Carlos Bonfil durante la conferencia de prensa que ofreció la Comisión Ciudadana contra los Crímenes de Odio por Homofobia.