No en balde se dice que Las bodas de Fígaro es una obra maestra del repertorio operístico. Un complejo y espléndido libreto, lleno de picardía, buen humor y numerosas acotaciones sociales a cargo de Lorenzo Da Ponte, complementado por la vigorosa, inolvidable música de Wolfgang Amadeus Mozart. ¿Qué más se puede pedir? Son dos elementos suficientes para garantizar una buena velada de ópera. Por fortuna, la reciente puesta en escena de Las bodas... en Bellas Artes no sólo se caracterizó por buena música, buen teatro y buenas voces, sino que además permitió hacer algunas observaciones complementarias interesantes.
Lo más atractivo de estas bodas mozartianas estuvo sin duda en las líneas de conducta seguidas por Benjamín Cann, director de escena que en más de una ocasión ha demostrado que no tiene miedo de hacer nuevas relecturas de los libretos operísticos, aun a riesgo de ser fulminado por el ala conservadora de la claque operópata. En este caso, Cann realizó su atractiva puesta en escena a partir de dos ideas fundamentales. La primera fue la de ir a contracorriente de la costumbre y, en lugar de tratar a Las bodas de Fígaro como una comedia amorosa (que ciertamente no es), le dio el perfil de una comedia erótica, que es cosa bien distinta y más terrenal. En este sentido, no es casualidad que tres de los cuatro actos de esta puesta en escena de Cann hayan transcurrido alrededor de una cama. De hecho, alrededor de dos camas.
La segunda idea del director, ligada íntimamente (el juego de palabras es mío, perdón) con la primera consistió en magnificar ese elemento fundamental del libreto de Da Ponte (y de la obra original de Beaumarchais), que es la lucha de clases. Aquí, las distinciones sociales entre el estrato al que pertenecen los condes Almaviva y el nivel de Fígaro y los demás sirvientes y similares, se hace evidente de muchas maneras, y Cann ha logrado proponer una especie de Upstairs, Downstairs dieciochesco que permite al público (al menos a aquel segmento del público que así lo quiera ver) una comprensión más cabal de las cualidades incendiarias del texto y el libreto originales, que en su tiempo fueron materia de censura y prohibición. Como metáfora primordial de este conflicto pre-marxista, las diferencias abismales entre la cama de Fígaro y la cama de la condesa Almaviva.
Una buena parte de los retruécanos y malentendidos propuestos por Da Ponte, tanto verbales como físicos, se desarrollan alrededor, encima, debajo o detrás de estas camas, y entre las imágenes memorables logradas por Cann están las de las diversas usurpaciones de cama urdidas y efectuadas por los de arriba contra los de abajo, y viceversa. En suma, una puesta en escena que funciona simultáneamente para divertirse y para pensar.
Otro asunto notable de estas Bodas de Fígaro fue la posibilidad de ver una ópera montada en Bellas Artes con un elenco vocal totalmente mexicano, cosa que no ocurría desde el estreno de la ópera Alicia, de Federico Ibarra. En sí mismo, esto no sería más que un hecho estadístico; la buena noticia es que resultó ser un elenco homogéneo y bien balanceado, que además permitió localizar un par de presencias nuevas que apuntan hacia cosas interesantes.
En este sentido, vale destacar la condesa Almaviva cantada por Eugenia Garza, así como la Barbarina de Claudia Rodríguez; extrapolar hipotéticamente la maduración vocal y escénica de estas dos muy jóvenes cantantes hace suponer que se hablará mucho y bien de ellas en el futuro. Otra oportunidad interesante: la de escuchar por primera vez al ex tenor Jorge Lagunes cantando un papel de barítono. Es evidente que Lagunes se siente más cómodo aquí que en su tesitura anterior, con la ventaja de que sus años de tenor le han dejado una potencia y proyección poco usuales en barítonos de su tipo. Y por lo mismo, le hace falta solidificar un poco los cimientos de su registro más profundo, cosa que sin duda vendrá con el tiempo. El resto del reparto, a un buen nivel, teniendo como ancla las siempre sólidas voces y presencias de Lourdes Ambriz y Encarnación Vázquez, quienes cantaron bien y se divirtieron bastante.
Sobre este asunto de la diversión, una observación más: la voz y la presencia escénica de Genaro Sulvarán, de primera, como siempre. A partir de éste, su primer papel cómico, sin duda hallará la vocación para dejarse llevar con más abandono por la chunga y el relajo, que en una ópera buffa siempre son bienvenidos. Respecto de la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, vale decir que fue estimulada por el conocimiento profundo de la partitura por parte del director concertador Kamal Khan, lo que benefició notablemente al sonido que surgió del foso. Ojalá que la orquesta se quede con estas pilas bien puestas, porque se le viene encima el formidable reto de la partitura de Salomé.